sábado, 17 de mayo de 2008

Introducción

“Catolicismo”, al dar a luz su centésimo número, quiere señalar el hecho marcándolo con una nota especial, que propicie un ahondamiento de la comunicación de alma, ya tan grande, que tiene con sus lectores.

Para esto, nada le pareció más oportuno que la publicación de un estudio sobre el tema “Revolución y Contra-Revolución”.

Es fácil explicar la elección del asunto. “Catolicismo” es un periódico combativo. Como tal, debe ser juzgado principalmente en función del fin que su combate tiene en vista. Ahora bien, ¿a quién, precisamente, quiere combatir? La lectura de sus páginas produce al respecto una impresión tal vez poco definida. Es frecuente encontrar en ellas refutaciones del comunismo, del socialismo, del totalitarismo, del liberalismo, del liturgicismo, del maritainismo y de tantos otros “ismos”. Sin embargo, no se diría que tenemos de tal manera en vista a uno de ellos, que por ése nos pudiésemos definir. Por ejemplo, habría exageración en afirmar que “Catolicismo” es una publicación específicamente anti-protestante o anti-socialista. Se diría, entonces, que el periódico tiene una pluralidad de fines. No obstante, se percibe que, en la perspectiva en que se sitúa, todos estos puntos de mira tienen una especie de denominador común, y que éste es el objetivo siempre tenido en cuenta por nuestra publicación.

¿Cuál es ese denominador común? ¿Una doctrina? ¿Una fuerza? ¿Una corriente de opinión? Bien se ve que una elucidación al respecto ayuda a comprender hasta sus profundidades toda la obra de formación doctrinaria que “Catolicismo” ha venido realizando a lo largo de estos cien meses.

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El estudio de la Revolución y de la Contra-Revolución excede, con mucho, de este limitado objetivo.

Para demostrarlo, basta dar una mirada al panorama religioso de nuestro país. Estadísticamente, la situación de los católicos es excelente: según los últimos datos oficiales, constituimos el 94% de la población. Si todos los católicos fuésemos lo que debemos ser, Brasil sería hoy una de las más admirables potencias católicas nacidas a lo largo de los veinte siglos de vida de la Iglesia.

¿Por qué, entonces, estamos tan lejos de este ideal? ¿Quién podría afirmar que la causa principal de nuestra presente situación es el espiritismo, el protestantismo, el ateísmo o el comunismo? No. La causa es otra, impalpable, sutil, penetrante como si fuese una poderosa y temible radioactividad. Todos sienten sus efectos, pero pocos sabrían decir su nombre y su esencia.

Al hacer esta afirmación, nuestro pensamiento se extiende de las fronteras del Brasil a las naciones hispanoamericanas, nuestras tan queridas hermanas, y de ahí hacia todas las naciones católicas. En todas ejerce su imperio indefinido y avasallador el mismo mal. Y en todas produce síntomas de una magnitud trágica.

Un ejemplo entre otros. En una carta dirigida en 1956, a propósito del Día Nacional de Acción de Gracias, a Su Eminencia el Cardenal Carlos Carmelo de Vasconcellos Motta, Arzobispo de San Pablo, el Excmo. y Revmo. Mons. Angelo Dell’Acqua, Sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano, decía que, “como consecuencia del agnosticismo religioso de los Estados”, quedó “amortecido o casi perdido en la sociedad moderna el sentir de la Iglesia”. Ahora bien, ¿qué enemigo asestó contra la Esposa de Cristo este golpe terrible? ¿Cuál es la causa común a éste y a tantos otros males concomitantes y afines? ¿Con qué nombre llamarla? ¿Cuáles son los medios por los cuales actúa? ¿Cuál es el secreto de su victoria? ¿Cómo combatirla con éxito?
Como se ve, difícilmente un tema podría ser de más palpitante actualidad.

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Este enemigo terrible tiene un nombre: se llama Revolución. Su causa profunda es una explosión de orgullo y sensualidad que inspiró, no diríamos un sistema, sino toda una cadena de sistemas ideológicos. De la amplia aceptación dada a éstos en el mundo entero, derivaron las tres grandes revoluciones de la Historia de Occidente: la Pseudo-Reforma, la Revolución Francesa y el Comunismo [1].

El orgullo conduce al odio a toda superioridad, y, por tanto, a la afirmación de que la desigualdad es en sí misma, en todos los planos, inclusive y principalmente en los planos metafísico y religioso, un mal. Es el aspecto igualitario de la Revolución.

La sensualidad, de suyo, tiende a derribar todas las barreras. No acepta frenos y lleva a la rebeldía contra toda autoridad y toda ley, sea divina o humana, eclesiástica o civil. Es el aspecto liberal de la Revolución.

Ambos aspectos, que en último análisis tienen un carácter metafísico, parecen contradictorios en muchas ocasiones, pero se concilian en la utopía marxista de un paraíso anárquico en que una humanidad altamente evolucionada y “emancipada” de cualquier religión, viviría en profundo orden sin autoridad política, y en una libertad total de la cual, sin embargo, no derivaría ninguna desigualdad.

La Pseudo-Reforma fue una primera revolución. Ella implantó el espíritu de duda, el liberalismo religioso y el igualitarismo eclesiástico, en medida variable según las diversas sectas a que dio origen.

Le siguió la Revolución Francesa, que fue el triunfo del igualitarismo en dos campos. En el campo religioso, bajo la forma del ateísmo, especiosamente rotulado de laicismo. Y en la esfera política, por la falsa máxima de que toda desigualdad es una injusticia, toda autoridad un peligro, y la libertad el bien supremo.

El Comunismo es la trasposición de estas máximas al campo social y económico.

Estas tres revoluciones son episodios de una sola Revolución, dentro de la cual el socialismo, el liturgicismo, la “politique de la main tendue”, etc., son etapas de transición o manifestaciones atenuadas.

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Claro está que un proceso de tanta profundidad, de tal envergadura y de tan larga duración no puede desarrollarse sin abarcar todos los dominios de la actividad del hombre, como por ejemplo la cultura, el arte, las leyes, las costumbres y las instituciones.

Un estudio pormenorizado de este proceso en todos los campos en que se viene desarrollando, excedería en mucho el ámbito de este trabajo.

En él procuramos —limitándonos a sólo una veta de este vasto asunto— trazar de modo sumario los contornos de la inmensa avalancha que es la Revolución, darle el nombre adecuado, indicar muy sucintamente sus causas profundas, los agentes que la promueven, los elementos esenciales de su doctrina, la importancia respectiva de los varios terrenos en que ella actúa, el vigor de su dinamismo, el “mecanismo” de su expansión. Simétricamente, tratamos después de puntos análogos referentes a la Contra-Revolución, y estudiamos algunas de las condiciones para su victoria.

Aun así, de cada uno de estos temas no pudimos desarrollar sino las partes que nos parecieron más útiles, de momento, para esclarecer a nuestros lectores y facilitarles la lucha contra la Revolución. Y tuvimos que dejar de lado muchos puntos de importancia realmente capital, pero de actualidad menos apremiante.

El presente trabajo, como dijimos, constituye un simple conjunto de tesis, a través de las cuales se puede conocer mejor el espíritu y el programa de “Catolicismo”. Excedería de sus naturales proporciones, si contuviese una demostración cabal de cada afirmación. Nos ceñimos tan sólo a desarrollar el mínimo necesario de argumentación para poner en evidencia el nexo existente entre las varias tesis, y la visión panorámica de toda una vertiente de nuestras posiciones doctrinarias.

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Este artículo puede servir de encuesta. ¿Qué piensa exactamente, en el Brasil y fuera de él, el público que lee “Catolicismo” sobre la Revolución y la Contra-Revolución, siendo ciertamente de los más opuestos a la Revolución? Nuestras proposiciones, aunque abarcando tan sólo una parte del tema, pueden dar ocasión a que cada uno se interrogue, y nos envíe su respuesta, que acogeremos con todo interés.

[1] Cfr. LEÓN XIII, Encíclica Parvenu à la Vingt-Cinquième Année, del 19-III-1902. Bonne Presse, París, vol. VI, p. 279.

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