sábado, 17 de mayo de 2008

Parte I - Capítulo VIII

La inteligencia, la voluntad y la sensibilidad,
en la determinación de los actos humanos


Las anteriores consideraciones piden un desarrollo con respecto al papel de la inteligencia, de la voluntad y de la sensibilidad, en las relaciones entre error y pasión.

Podría parecer, en efecto, que afirmamos que todo error es concebido por la inteligencia para justificar alguna pasión desordenada. Así, el moralista que afirmase una máxima liberal sería siempre movido por una tendencia liberal.

No es lo que pensamos. Puede suceder que únicamente por debilidad de la inteligencia afectada por el pecado original, el moralista llegue a una conclusión liberal.

En tal caso, ¿habrá habido necesariamente alguna falta moral de otra naturaleza, el descuido, por ejemplo? Es una cuestión ajena a nuestro estudio.

Afirmamos, eso sí, que históricamente, esta Revolución tuvo su primer origen en una violentísima fermentación de pasiones. Y estamos lejos de negar el gran papel de los errores doctrinarios en ese proceso.

Muchos han sido los estudios de autores de gran valía, como De Maistre, De Bonald, Donoso Cortés y tantos otros, sobre tales errores y el modo por el cual fueron derivando unos de los otros, del siglo XV al siglo XVI, y así hasta el siglo XX. No es, pues, nuestra intención insistir aquí sobre el asunto.

Nos parece, sin embargo, particularmente oportuno enfocar la importancia de los factores “pasionales” y la influencia de éstos en los aspectos estrictamente ideológicos del proceso revolucionario en que nos encontramos. Pues, a nuestro modo de ver, las atenciones están poco dirigidas hacia este punto, lo que trae una visión incompleta de la Revolución, y acarrea en consecuencia la adopción de métodos contra-revolucionarios inadecuados.

Sobre el modo por el cual las pasiones pueden influir en las ideas, hay algo que añadir aquí.

1. LA NATURALEZA CAÍDA, LA GRACIA Y EL LIBRE ALBEDRÍO

El hombre, por la simple fuerza de su naturaleza, puede conocer muchas verdades y practicar varias virtudes. No obstante, no le es posible, sin el auxilio de la gracia, permanecer durablemente en el conocimiento y en la práctica de todos los Mandamientos [1].

Esto quiere decir que en todo hombre caído existe siempre la debilidad de la inteligencia y una tendencia primera y anterior a cualquier raciocinio, que lo incita a rebelarse contra la Ley (Donoso Cortés, en el Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo [2], hace un importante desarrollo de esa verdad, el cual se relaciona mucho con el presente trabajo).

2. EL GERMEN DE LA REVOLUCIÓN

Tal tendencia fundamental a la rebelión puede, en un momento dado, tener el consentimiento del libre albedrío. El hombre caído peca, así, violando uno u otro Mandamiento. Pero su rebelión puede ir más allá, y llegar hasta el odio, más o menos inconfesado, al propio orden moral en su conjunto. Ese odio, revolucionario por esencia, puede generar errores doctrinarios, y hasta llevar a la profesión consciente y explícita de principios contrarios a la Ley Moral y a la doctrina revelada, en cuanto tales, lo que constituye un pecado contra el Espíritu Santo. Cuando ese odio comenzó a dirigir las tendencias más profundas de la Historia de Occidente, tuvo inicio la Revolución cuyo proceso aún hoy se desarrolla y en cuyos errores doctrinarios aquél imprimió vigorosamente su marca. Este odio es la causa más activa de la gran apostasía de nuestros días. Por su naturaleza, es algo que no puede ser reducido simplemente a un sistema doctrinario: es la pasión desordenada, en altísimo grado de exacerbación.

Como es fácil ver, tal afirmación, relativa a esta Revolución en concreto, no implica decir que haya siempre una pasión desordenada en la raíz de todo error.

Y tampoco implica negar que muchas veces fue un error lo que desencadenó en esta o en aquella alma, o incluso en este o en aquel grupo social, el desarreglo de las pasiones.

Afirmamos tan sólo que el proceso revolucionario, considerado en su conjunto, y también en sus principales episodios, tuvo por germen más activo y profundo el desarreglo de las pasiones.

3. REVOLUCIÓN Y MALA FE

Se podría tal vez oponer la siguiente objeción: si tal es la importancia de las pasiones en el proceso revolucionario, parece que su víctima está siempre, por lo menos en alguna medida, de mala fe. Por ejemplo, si el protestantismo es hijo de la Revolución, ¿está de mala fe todo protestante? ¿No se contradice esto con la doctrina de la Iglesia que admite que haya, en otras religiones, almas de buena fe?

Es obvio que una persona de entera buena fe, y dotada de un espíritu fundamentalmente contra-revolucionario, puede estar presa en las redes de los sofismas revolucionarios (sean de índole religiosa, filosófica, política u otra cualquiera) por una ignorancia invencible. En personas así no hay culpa alguna.

Mutatis mutandis, se puede decir lo mismo respecto a las que tienen la doctrina de la Revolución en uno u otro punto circunscrito, por un lapso involuntario de la inteligencia.

Pero si alguien participa del espíritu de la Revolución movido por las pasiones desordenadas inherentes a ella, la respuesta ha de ser otra.

Un revolucionario puede, en estas condiciones, estar persuadido de las excelencias de sus máximas subversivas. No será por tanto insincero. Pero tendrá culpa por el error en que cayó.

Y puede también suceder que el revolucionario profese una doctrina de la cual no esté persuadido, o de la cual tenga una convicción incompleta.

En este caso, será parcial o totalmente insincero...

A este propósito, nos parece que casi no sería necesario acentuar que, cuando afirmamos que las doctrinas de Marx estaban implícitas en las negaciones de las Pseudo-Reforma y de la Revolución Francesa, no queremos decir que los adeptos de aquellos dos movimientos eran, conscientemente, marxistas avant la lettre, y que ocultaban hipócritamente sus opiniones.

Lo propio de la virtud cristiana es la recta disposición de las potencias del alma y, por tanto, el incremento de la lucidez de la inteligencia iluminada por la gracia y guiada por el Magisterio de la Iglesia. No es por otra razón que todo santo es un modelo de equilibrio y de imparcialidad. La objetividad de sus juicios y la firme orientación de su voluntad para el bien no son debilitadas, ni siquiera levemente, por el hálito venenoso de las pasiones desordenadas.

Por el contrario, a medida que el hombre decae en la virtud y se entrega al yugo de esas pasiones, va menguando en él la objetividad en todo cuanto se relacione con las mismas. De modo particular, esa objetividad resulta perturbada en los juicios que el hombre formule sobre sí mismo.

Hasta qué punto un revolucionario “de marcha lenta” del siglo XVI o del siglo XVII, obnubilado por el espíritu de la Revolución, se daba cuenta del sentido profundo y de las últimas consecuencias de su doctrina, es en cada caso concreto el secreto de Dios.

De cualquier forma, la hipótesis de que todos ellos fuesen marxistas conscientes se debe excluir enteramente.

[1] Cfr. Parte I, cap. VII, 2, § D.

[2] JUAN DONOSO CORTÉS, Obras completas, B.A.C., Madrid, 1946, tomo II, p. 377.

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