sábado, 24 de mayo de 2008

Pongo a la disposición de los lectores la última edición en español del libro Revolución y Contra-revolución hecha en Perú el año 2005.
Quienes quieran recibirlo completo por correo electrónico en formato Word o PDF pueden pedirlo al siguiente correo electrónico: juan.valdivieso@yahoo.com . Basta escribir la palabra Word si lo quiere en ese formato o PDF si lo prefiere en ese formato.

sábado, 17 de mayo de 2008

NONCIATURE APOSTOLIQUE
PÉROU
Lima, 24 de julio de 1961

Distinguido profesor:

La lectura de su libro “RÉVOLUTION ET CONTRE-RÉVOLUTION” me ha causado una magnífica impresión, tanto por la justeza y acierto con que analiza el proceso de la Revolución y desarrolla los verdaderos orígenes de la quiebra de los valores morales que desorientan las conciencias al presente, como por el vigor con que se señala la táctica y los métodos de lucha para superarla.

Particularmente me agrada la segunda parte de su libro, consagrada a resaltar la eficacia de la doctrina católica y de los recursos espirituales con que cuenta la Iglesia para contrarrestar y debelar a las fuerzas y errores de la Revolución.

Estoy seguro de que con su docto libro ha hecho un singular servicio a la causa católica y contribuirá a concentrar las fuerzas del bien en la rápida solución del gran problema contemporáneo. Ése es, a mi juicio, el camino repetidamente indicado por el actual Vicario de Cristo, quien con tanta convicción y urgencia ha insistido en una renovación a fondo de la vida cristiana y sacramental como remedio seguro a los males que afligen al mundo, y cuya solución buscan en vano los hombres de gobierno en la eficacia dudosa de las armas de la técnica y del progreso meramente humanos.

Le auguro, estimado Profesor, una amplia difusión y una merecida acogida a su libro de parte de los lectores católicos deseosos de alistarse en las filas del movimiento antirrevolucionario.

Acepte el testimonio de mi sincera admiración por su obra y las expresiones de mi más distinguida consideración.






Romolo Carboni
Arz. Tit. de Sidón
Nuncio Apostólico (*)




Al Sr. Plinio Corrêa de Oliveira
San Pablo – Brasil

(*) Mons. Romolo Carboni (1911 - 1999) fue Nuncio Apostólico en el Perú desde 1959 hasta 1969, año en que fue promovido a la Nunciatura Apostólica ante el gobierno italiano, que ejerció durante 17 años.
PRÓLOGO
a la edición peruana


“¡Este hombre supera de lejos su leyenda!”, comentaba maravillado un distinguido intelectual católico francés, después de sostener un coloquio con el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira.

Realidad que supera una leyenda... La luminosa trayectoria del autor de Revolución y Contra-Revolución atravesó casi de principio a fin el convulsionado siglo XX, marcándolo con el sello indeleble de su vida ejemplar, de la integridad de su fe católica, de la excepcional lucidez y coherencia de su pensamiento, y de la asombrosa valentía con que combatió todos y cada uno de los errores que, en el campo religioso como en el temporal, sucesivamente encandilaron a las multitudes del siglo pasado con el poder seductor de bestias del Apocalipsis.

Pero además, definiendo a Plinio Corrêa de Oliveira como un hombre superior a su leyenda, su interlocutor resumía la impresión que en todos producía la fuerza comunicativa de su virtud, transluciendo su íntima, profunda y constante unión con Dios.

Esta unión fue sin duda el secreto y la causa de su eficacia como hombre de acción; de ella deriva toda la gesta ideológica emprendida por Plinio Corrêa de Oliveira, que se corporifica en las asociaciones de defensa de la Tradición, Familia y Propiedad (TFPs) y entidades hermanas, hoy esparcidas por los cinco continentes, dando testimonio de la fecundidad apostólica de este gigante del catolicismo contemporáneo.

Un Cruzado del siglo XX

Plinio Corrêa de Oliveira nació en San Pablo, Brasil, el 13 de diciembre de 1908, de dos ilustres estirpes de su país. Su familia paterna, los Corrêa de Oliveira, pertenece a la clase de los Senhores de Engenho, la aristocracia rural del Estado de Pernambuco, en el Nordeste del país; en tanto que su familia del lado materno, los Ribeiro dos Santos, forman parte de los “paulistas de cuatrocientos años”, provenientes de los fundadores y primeros pobladores de la ciudad de San Pablo.

Después de los primeros años de formación bajo la solícita mirada de sus padres y la segura guía de una institutriz alemana, a la edad de 10 años Plinio Corrêa de Oliveira ingresa en el Colegio San Luis, regido por los PP. Jesuitas.

Muy pronto, colocado frente al contraste entre la atmósfera virtuosa, tradicional, aristocrática y serena del hogar paterno, con la cual siente una natural afinidad, y los trazos de creciente laxismo moral, vulgaridad, igualitarismo y frenesí de muchos de sus compañeros, el joven Plinio toma la precoz decisión de consagrar su vida a la defensa de la Iglesia y de la civilización cristiana.

Este empeño comienza a concretarse a los diecinueve años, en 1928, con su ingreso a las Congregaciones Marianas, de las cuales en poco tiempo será líder indiscutido. Fascinante orador y fecundo hombre de acción, Plinio Corrêa de Oliveira se convierte en el exponente más notorio del “Movimiento católico” (como era genéricamente llamado entonces en Brasil el conjunto de asociaciones de apostolado seglar), imprimiéndole un renovado vigor y una orientación decididamente tradicional y militante. Masivas manifestaciones públicas dan al movimiento católico una creciente presencia en la vida del país.

En el año 1929 funda la Acción Universitaria Católica (AUC), que se extiende a muchas escuelas superiores, rompiendo la hegemonía liberal-positivista que hasta entonces caracterizaba los ambientes académicos.

Poco después, en 1932, inspirándose en el ejemplo de la Féderation Nationale Catholique, fundada por el líder católico y héroe de guerra francés, general marqués Noel E. de Castelnau (1851-1944), Plinio Corrêa de Oliveira promueve la formación de la Liga Electoral Católica (LEC), que al año siguiente lo incluye en su lista de candidatos a diputado a la Asamblea Constituyente.

Elegido a los 24 años con una consagratoria votación —es el diputado más joven y el que recibe más votos en todo el país—, sus cualidades de liderazgo lo proyectan rápidamente como la figura más influyente del grupo parlamentario católico. Y al concluir la Asamblea, en el nuevo texto constitucional los católicos obtienen la inclusión, no sólo de las “Reivindicaciones Mínimas” de la LEC, sino también de su “Programa Máximo”, es decir de la totalidad de sus planteamientos.

Según el testimonio del ex ministro de Justicia y presidente de la Corte Suprema, Paulo Brossard, “la LEC fue la organización extra-partidista que mayor influencia política ha ejercido en la historia del Brasil” [1].

Esta feliz incursión de los católicos en la política, conducida por Plinio Corrêa de Oliveira, tuvo múltiples y profundas consecuencias.

Ante todo, sirvió de decisivo freno a la creciente amenaza socialista-comunista, que no pocos consideraban ineluctable, según el “espíritu del tiempo”. Oswaldo Aranha, titular de diversas carteras ministeriales entre 1930 y 1940, y presidente en 1947 de la Asamblea General de la ONU, llegó a decir: “Si los católicos no se hubiesen unido para intervenir en las elecciones de 1933, Brasil estaría hoy definitivamente desviado a la izquierda” [2].

Por otro lado, la consolidación de un robusto movimiento católico, de corte tradicional y militante, indujo a una notable disminución del tonus laicista en la vida pública brasileña, en una época en que, debido a la influencia del positivismo decimonónico, la práctica religiosa, sobre todo por parte de los hombres, era desdeñada como mojigatería. La elección de tantos diputados de la LEC y su éxito parlamentario reveló súbitamente la inmensa fuerza política de los católicos. Una fuerza que, en la intención de Plinio Corrêa de Oliveira, podría hacer factible la plena restauración de la civilización cristiana.


* * *


Al concluir su mandato parlamentario Plinio Corrêa de Oliveira asume la cátedra de Historia de la Civilización en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Pablo, y más tarde, de Historia Moderna y Contemporánea en la Facultad Sedes Sapientiae y en la Facultad San Benito, ambas de la Pontificia Universidad Católica de San Pablo.

En 1933 es nombrado director del periódico “Legionario”, al que en poco tiempo convierte en el mayor semanario católico del país, con repercusión también internacional. Alrededor del periódico se forma un dinámico equipo familiarmente conocido como “Grupo del Legionario”, que da impulso a todo el movimiento católico. En Sudamérica y también en Europa se comienza a hablar del joven Plinio Corrêa de Oliveira como una esperanza para la causa católica.

En los años posteriores a la 1ª Guerra Mundial, cuando el comunismo emerge como una amenaza para la Cristiandad, la ausencia de corrientes políticas de signo genuinamente anticomunista en las cuales pudiesen militar induce a no pocos católicos a dejarse seducir por las doctrinas nazi-fascistas, que al ideal de restauración de la civilización cristiana sustituyen el culto del Estado.

En momentos en que el nazi-fascismo se convierte en una moda ante la cual tantos vacilan o claudican, Plinio Corrêa de Oliveira mantiene al “Legionario” en la genuina posición católica, radicalmente contraria al nazismo y al fascismo. Y denuncia las raíces ideológicas anticristianas comunes de ambos movimientos, de fondo gnóstico, igualitario y socialista, precisamente cuando hasta los mismos opositores del nazismo creen ver en éste un adversario del comunismo.

En 1942 la Autoridad eclesiástica confiere a Plinio Corrêa de Oliveira el honor de ser el orador principal del del IV Congreso Eucarístico Nacional, llevando el saludo oficial del Episcopado brasileño al representante del Presidente de la República, ante una multitud de más de medio millón de personas que corea entusiastamente su nombre. Su fama está entonces en el cenit.

* * *

Mientras tanto despunta en el horizonte una nueva realidad: la Acción Católica. Promovida por Pío XI para posibilitar la “participación de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia”, según la definición entonces en uso, el movimiento se expande rápidamente en Europa como en América.

Nombrado en 1940 presidente de la Junta Arquidiocesana de la Acción Católica de San Pablo, Plinio Corrêa de Oliveira no tarda en notar, en ciertos sectores de este movimiento, una marcada influencia de la corriente igualitaria que revive los errores del Modernismo, condenado hacía ya treinta años por San Pío X. Dicha influencia procede sobre todo de Francia.

Alentados por pensadores como Maritain y Mounier, y por teólogos como los PP. Chenu y Lubac, los neo-modernistas se infiltran en algunas de las organizaciones de la Acción Católica, sirviéndose de éstas como vehículo para la difusión de sus errores, de los cuales nacerá más tarde la izquierda progresista.

Para cortar el paso a esta infiltración en el seno del laicado católico, en 1943 Plinio Corrêa de Oliveira publica su primer libro, En Defensa de la Acción Católica. En esta obra el autor denuncia en particular la existencia de un movimiento tendiente a disminuir gradualmente el principio de autoridad en la Iglesia. En el campo temporal, este movimiento se caracterizaba por el rechazo de las justas y proporcionadas desigualdades sociales, y por alentar la lucha de clases.

El libro fue honrado con un prólogo del entonces Nuncio Apóstolico en Brasil y después Cardenal, Mons. Benedetto Aloisi Masella. Veinte obispos, además del Provincial de la Compañía de Jesús, aplaudieron por escrito su publicación.

A pesar de estos relevantes apoyos, a los cuales se añade en 1949 una carta decisiva de aprobación al libro, escrita en nombre del Papa Pío XII por Mons. Montini –entonces sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede, y más tarde Papa él mismo con el nombre de Pablo VI–, es precisamente del ambiente católico de donde provienen las oposiciones más encendidas a las tesis expuestas en la obra.

Una terrible ola de calumnias se abate entonces sobre el grupo del “Legionario”. El número de parroquias que difunden el periódico cae drásticamente. Plinio Corrêa de Oliveira, hasta entonces orador muy solicitado, deja repentinamente de ser invitado a dar conferencias, y en 1945 pierde el cargo de presidente de la Acción Católica de San Pablo. Finalmente, su principal medio de propaganda, el “Legionario”, le es quitado en 1947. El ostracismo que se abate sobre él y su grupo es total.

Pero aunque las apariencias puedan inducir a una conclusión opuesta, el libro ha logrado plenamente su objetivo: el progresismo en Brasil queda definitivamente desenmascarado, y nunca más podrá camuflarse de auténtica piedad religiosa.

La Historia ha confirmado sucesivamente las proféticas advertencias de En Defensa de la Acción Católica. Baste recordar que la así llamada teología de la liberación surge en América en la década de 1960, precisamente en los ambientes de la Acción Católica, como desenlace directo de las tendencias denunciadas por su autor en el lejano 1943.

* * *

Tras el expresivo elogio papal a su libro, el ostracismo comienza lentamente a romperse. En 1951, Plinio Corrêa de Oliveira promueve el lanzamiento de un nuevo periódico, “Catolicismo”, del cual fue el alma hasta su muerte, y que es hoy, por su impecable ortodoxia, la publicación mensual de orientación católica más calificada e influyente de Brasil. Tal como con el “Legionario”, en torno del nuevo periódico se agrupa una corriente de opinión que bien pronto se convierte en un polo del pensamiento nacional. Se configura así el “grupo de Catolicismo”, en el cual naturalmente encuentran su lugar todos los católicos que, en contraste con el curso cada vez más revolucionario de los acontecimientos, quieren oponerle una enérgica reacción. El estandarte de la restauración cristiana vuelve a desplegarse con altivez.

Reforzado por la polémica doctrinal con la izquierda tanto política como religiosa, “Catolicismo” se difunde por todo el territorio brasileño. Los encuentros del movimiento se multiplican, hasta reunir cientos de participantes. Entre los adherentes se cuentan personalidades ilustres como el Príncipe Don Pedro Enrique de Orleans y Braganza —a la sazón Jefe de la Casa Imperial de Brasil— y sus hijos y herederos, Don Luis y Don Bertrand. Comienza entonces la expansión internacional. Varias estadías en Europa —en 1950, 1952 y 1959— ofrecen a Plinio Corrêa de Oliveira la ocasión de trabar contacto con las corrientes del pensamiento católico tradicional del Viejo Continente, estableciendo vínculos de amistad y colaboración que perduran hasta hoy.

A fin de dar una mayor solidez doctrinal a la creciente floración de discípulos a ambos lados del Atlántico, en 1959 Plinio Corrêa de Oliveira escribe su obra magistral, Revolución y Contra-Revolución.

Esta publicación es saludada en Europa y América por eminentes personalidades, tanto de la Iglesia como del mundo político y académico. Entre ellos se destaca el entonces Decano del Sacro Colegio, Cardenal Eugène Tisserant, quien califica a Revolución y Contra-Revolución como obra “de la más alta importancia para los tiempos en que vivimos”, exalta su análisis “claro, preciso y veraz”, y se congratula con el autor por ese “magnífico trabajo”.

Por su parte el entonces Nuncio Apostólico en el Perú (y posteriormente en Italia), Mons. Romolo Carboni, afirma que el libro “me ha causado una magnífica impresión, tanto por la justeza y el acierto con que analiza el proceso de la Revolución (...) como por el vigor con que se señala la táctica y los métodos de lucha para superarla”.

Y el P. Anastasio Gutiérrez C. M. F., ex Decano de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad de Letrán y miembro de la Comisión de Reforma del Código de Derecho Canónico, reputado como uno de los mayores canonistas del siglo XX, calificará a Revolución y Contra-Revolución como una “obra profética en el mejor sentido del término” y un “producto auténtico de la sapientia christiana”, afirmando incluso la necesidad de que su contenido sea “enseñado en los centros superiores de la Iglesia”.

* * *

Para llevar a la práctica en gran escala la metodología de acción esbozada en Revolución y Contra-Revolución, al año siguiente de su publicación (1960) Plinio Corrêa de Oliveira funda la Sociedad Brasileña de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad (TFP).

Desde entonces, inspiradas en su pensamiento como en su acción pública y ejemplo de vida, paulatinamente van surgiendo otras TFPs y asociaciones afines, hoy presentes en más de 20 países de los 5 continentes. Es la más vasta red de asociaciones de seglares católicos consagradas a contrarrestar los errores revolucionarios, incluso los que corroen la esfera eclesiástica (en la medida en que afectan el campo temporal), por ejemplo el llamado progresismo o la teología de la liberación.

Plinio Corrêa de Oliveira se convierte así, desde la década de 1960, en un maître à penser contra-revolucionario a nivel mundial. En contraste con tantos intelectuales de su tiempo, él no permanece confinado en el ámbito del estudio, sino que se hace apóstol de las ideas que profesa, como católico coherente que busca encarnarlas y propagarlas por todos los medios a su alcance.

Hoy podemos decir que del Brasil a Australia, de Escocia a Sudáfrica, de Polonia al Perú, de Francia a las Filipinas, el sol no se pone sobre la obra de Plinio Corrêa de Oliveira.

* * *

Identificada desde entonces con la historia de las TFPs, la vida del autor de Revolución y Contra-Revolución se desenvuelve en continua oposición a los errores revolucionarios. Sus intervenciones en los acontecimientos brasileños e internacionales son numerosas y significativas. Resaltemos dos de ellas.

En 1981 François Mitterrand es ungido Presidente de Francia. Su “socialismo autogestionario”, apoyado entre otras fuerzas por la llamada izquierda católica, es presentado por los mass media como una fórmula nueva y casi mágica para resolver la crisis del socialocomunismo declinante. La autogestión aparenta ser una fusión de los regímenes capitalista y socialista; pero en verdad constituye la fase extrema del comunismo, es decir la sovietización, al mismo tiempo tiránica y anarquizante, de toda la estructura de la sociedad y del Estado.

Esta realidad encubierta es denunciada por Plinio Corrêa de Oliveira a través del manifiesto El socialismo autogestionario frente al comunismo: ¿barrera, o cabeza de puente? Publicado en 155 diarios de 55 países, con tirada total de 33.500.000 ejemplares, este gigantesco lance publicitario constituye uno de los motivos, tal vez de los mayores, que llevan al descalabro el mito de la autogestión o “socialismo de rostro humano”. Así lo atestiguan editorialistas e historiadores de nota.

En 1990, Plinio Corrêa de Oliveira lanza a la TFP brasileña en la campaña “Pro Lituania Libre”, recibiendo de inmediato la adhesión de las demás TFPs. En tres meses se recogen en todo el mundo 5.218.520 firmas a favor de la independencia de Lituania. El Guiness Book of Records registra esta campaña como la mayor recolección de firmas de la Historia. Los analistas la consideran uno de los factores de influencia decisiva en el proceso de liberación de los países bálticos del yugo soviético, con la consecuente desintegración de la URSS.

Esta intensa actividad no se opone, sino que complementa la extraordinaria labor intelectual de Plinio Corrêa de Oliveira, caracterizada por la profundidad de su doctrina como por el excepcional acierto de sus análisis y previsiones. Dieciocho libros, más de 2.500 artículos de prensa, veinte mil conferencias o ponencias de estudio —cuya trascripción excede el millón de páginas—, atestiguan la sorprendente fecundidad del autor de Revolución y Contra-Revolución como pensador y estratega de opinión pública.

El último libro de Plinio Corrêa de Oliveira es Nobleza y elites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII (1993). En esta obra el autor comenta las catorce alocuciones dirigidas por aquel gran Pontífice al Patriciado y a la Nobleza romana, con un llamado a preservar, en los países de tradición nobiliaria, las respectivas aristocracias. Pero también resalta la indispensable tarea que les cabe en los días actuales a las elites, tanto antiguas como las de origen reciente, en todos los sectores de la sociedad, subrayando el valor religioso y cultural de las tradiciones que encarnan, así como la insustituible misión que por derecho natural les compete en el conturbado mundo de hoy, para salvar el bien común espiritual y temporal.

Plinio Corrêa de Oliveira fallece en San Pablo el 3 de octubre de 1995, a los 87 años, confortado con los sacramentos de la Santa Iglesia y la bendición apostólica. Su cortejo fúnebre es acompañado por 5 mil personas venidas de todas partes del mundo, incluido el Perú, para tributar el último homenaje al inolvidable maestro.

Génesis de su pensamiento
Al considerar las ideas de Plinio Corrêa de Oliveira suele aflorar la pregunta: ¿en qué pensadores se inspiró para modelarlas? En algunos casos, sobretodo en Europa y Norteamérica, tal pregunta conduce a otra, aunque no siempre explícita: ¿cómo ha podido surgir y desarrollarse en Sudamérica una escuela ideológica contra-revolucionaria de proyección mundial?

Si bien el pensamiento de Plinio Corrêa de Oliveira, como él mismo lo afirma, se inscribe en la escuela intelectual contra-revolucionaria europea, debemos sin embargo consignar que él entró en conocimiento de esta corriente cuando ya el conjunto de sus convicciones estaba prácticamente formado. En otras palabras, él es un pensador enteramente original.

¿Cuál es entonces la génesis de sus ideas? Niño notablemente precoz —además de su lengua materna, hablaba el francés desde los cuatro años, y el alemán desde los siete—, él comienza a modelar su espíritu ya desde su primera infancia, al amparo de un ambiente familiar profundamente sereno, casto y aristocrático, con el cual siente natural afinidad. Sus reflexiones iniciales, que conforman la base estructural de su pensamiento, se remontan a esta tierna edad.

Observador perspicaz, tempranamente se habitúa a no perder nada de lo que le cae bajo los ojos. Pero no se contenta con observar: busca analizar, comprender, comparar, definir. En la matriz de su pensamiento encontramos, por tanto, una particular agudeza y claridad en discernir el bien y el mal, incluso en sus formas más atenuadas.

Connatural al acto cognitivo, hasta el punto de ser inseparable de éste, se revela en él un ardiente amor a todo lo que es verdadero, bueno, bello, perfecto, y un no menos ardiente rechazo de lo que es falso, errado, feo, defectivo.

Esta rectitud o inocencia del alma, nunca manchada por medios términos ni compromisos, es la matriz y el hilo conductor de todo su desarrollo intelectual y espiritual.

Nacido, como dijimos, en un ambiente aristocrático, Plinio Corrêa de Oliveira hace de Europa, y particularmente de Francia, un punto de referencia. Una larga estadía con su familia en el Viejo Continente, entre los años 1912-1913, lo aproxima de los esplendores de la Belle Époque. El brillante refinamiento de Francia, el esplendor militar de la Alemania imperial, las maravillas artísticas y la vivacidad de Italia, en suma, las riquezas de la civilización cristiana europea, fascinan al pequeño y vivaz viajero de cinco años de edad.

La visita al castillo de Versailles, y por tanto el contacto con el Ancien Régime, lo marcan profundamente. En la fastuosa morada del Rey Sol, Plinio Corrêa de Oliveira descubre un refinamiento, una elevación de estilo de vida, un modo de ser que lo extasían. Queda tan maravillado, que no quiere irse más; y para demostrarlo, con un gesto propio de su edad, se abraza con toda su fuerza a la rueda de un regio carruaje dorado...

Pero su ágil espíritu no se ciñe a deleitarse con las bellezas que se ofrecen a sus ojos. Comprende que todas esas bellezas reflejan perfecciones aún más elevadas, a cuya contemplación se abre con avidez. Este impulso hacia lo alto, hacia lo absoluto, hacia los modelos ideales, es otra característica de su pensamiento.

¿Y dónde encontrará el ápice de esas perfecciones ideales, hacia las cuales con tanta fuerza tiende?

A los seis años de edad, durante la Misa en la iglesia del Sagrado Corazón, mientras observa todo a su alrededor, toma forma en su espíritu, naturalmente, por asociación de imágenes, un cierto nexo entre aquel recinto sagrado y las personas allí presentes: los bellos vitrales, el majestuoso sonido del órgano, el fulgor sacral de la liturgia, la distinción señorial de los hombres, la exquisita dignidad de las señoras...

El niño percibe que hay un denominador común entre esas varias formas de belleza material y espiritual, dado por algo sobrenatural que de cierto modo las impregna y armoniza a todas. Su mirada se fija entonces sobre la imagen del Sagrado Corazón del altar mayor. Y en ese momento comprende que todas esas perfecciones son un reflejo del propio Dios. En el Sagrado Corazón discierne el arquetipo divino y humano de todo cuanto él ama. De su corazón brota entonces un acto de fe y de amor: “¡Ah, la santa Iglesia Católica Apostólica Romana! ¡Cómo Ella es perfecta! ¡Nada puede compararse a sus perfecciones!”.

En su precoz intelecto toman así forma precisa las dos grandes realidades en torno de las cuales se estructurarán sus ideas: la Iglesia de una parte, la Cristiandad de la otra; dos órdenes interdependientes y armónicos entre sí, constituyendo un todo iluminado por la fe católica, apostólica y romana. Este nexo será desde entonces el ideal de su pensamiento y de toda su vida.

Niño aún, en tiempos de la Primera Guerra Mundial, Plinio Corrêa de Oliveira comienza a leer atentamente libros y revistas de historia, particularmente la colección del Journal de l’Université des Annales. En ese contacto con el pasado se le abren nuevos horizontes. Retrocediendo en los siglos comienza a comprobar que la tan admirada Belle Époque no es sino un resto, pálido y desfigurado, del Antiguo Régimen, y que, éste a su vez, es apenas un débil eco del Medioevo cristiano.

La Edad Media le aparece, así, como la más alta realización histórica del ideal católico. Y comienza a comprender, en toda su profundidad, las palabras de León XIII sobre aquella “dulce primavera de la Fe” en la cual “la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados” [3].

Mientras tanto, en 1917 estalla en Rusia la revolución bolchevique. Sin conocer todavía la doctrina de los revolucionarios, Plinio Corrêa de Oliveira discierne en ellos, sin embargo, la acción de un espíritu de destrucción en todo semejante al de los jacobinos de 1789. En la clamorosa matanza de la familia imperial —cuyos macabros detalles hacen estremecer a la sociedad de San Pablo— siente aflorar el mismo odio anti-jerárquico que se había desatado contra Luis XVI y María Antonieta.

Comienza así a esbozarse en su espíritu la idea de un proceso histórico de destrucción por etapas del orden cristiano; idea que irá madurando hasta completarse, en sus trazos esenciales, en Revolución y Contra-Revolución.

Como hemos visto, en 1919 Plinio Corrêa de Oliveira ingresa al Colegio San Luis, y soporta entonces el choque frontal con el mundo moderno, que se acentuará pocos años después, ya adolescente, cuando comience a frecuentar la sociedad. No tarda en percibir que ese mundo es animado de un espíritu diametralmente opuesto al de la civilización cristiana: en lugar de la elevación de espíritu, del decoro, de las buenas maneras heredadas del pasado católico que caracterizan el hogar paterno, se ve inmerso en un ambiente donde irrumpen el democratismo igualitario, la vulgaridad soez, la inmoralidad desenfrenada.

No escapa a su observación analítica el funesto papel que le cabe, en la génesis de esta situación, a un nuevo modo de ser introducido especialmente por el cine de Hollywood, que paulatinamente va sustituyendo la tradicional influencia cultural europea. El jazz desplaza al vals, como éste había desplazado al minué... El culto a la espontaneidad sustituye las formas antiguas de respeto y cortesía; la búsqueda de sensaciones cada vez más intensas —la manía de la velocidad, o el apetito de cada vez mayores extravagancias, por ejemplo— introduce un factor de desequilibrio en las mentes, y en consecuencia en todo el actuar y el relacionarse humano.

Plinio Corrêa de Oliveira mide claramente la gravedad del cuadro que se presenta ante sus ojos. Y llega a la conclusión que el mundo se encuentra en los embates supremos de una lucha entre el Orden —representado por la Tradición cristiana— y el desorden que se esparce mediante un insidioso proceso que va corroyendo todo cuanto de verdadero, de bueno y de bello resta aún en el mundo. Ya sea en sus manifestaciones cruentas como el bolchevismo y el terror jacobino, ya sea risueñas, como en la música jazz y en el cine hollywoodiano, esta ofensiva apunta siempre al mismo fin: la destrucción del espíritu católico, de la civilización cristiana y, en último análisis, de la propia Iglesia.

Este curso de cosas, al cual más tarde designará con el nombre de Revolución, no es para él un proceso a ser observado y considerado “asépticamente”, tal como lo haría un filósofo de salón. La más elemental coherencia impone que, bajo pena de hacerse cómplice de la Revolución, el católico debe tomar posición contra ésta, oponerle una vigorosa acción contraria, o sea una Contra-Revolución. Esto se presenta para Plinio Corrêa de Oliveira como un imperativo moral.

Toma entonces —a la edad de 12 años, a las puertas de la adolescencia— una determinación para toda su vida:

“Suceda lo que me suceda, yo seré contra este mundo revolucionario. Este mundo y yo somos enemigos irreconciliables. Yo estaré a favor de la pureza, de la Iglesia, de la jerarquía; yo defenderé la compostura, la dignidad, el decoro... Incluso si debiera quedar como el último de los hombres, aplastado, triturado, destruido, ¡estos valores se identifican con mi vida!”.

Así, en esa temprana edad, tras haber establecido los primeros fundamentos de su pensamiento contra-revolucionario, Plinio Corrêa de Oliveira deja de lado todas las perspectivas de futuro brillante que se le abrían, y toma la firme decisión de consagrar enteramente su vida a la defensa de la Iglesia y la restauración de la Civilización Cristiana.

Esta determinación, él la resumirá posteriormente en palabras que trasuntan noble idealismo:

“Cuando era aún muy joven,
consideré con amor y veneración las ruinas de la Cristiandad;
a ellas entregué mi corazón,
di las espaldas a mi futuro,
e hice de aquel pasado cargado de bendiciones
mi porvenir”.

Desde aquel momento en adelante su vida de será la de un auténtico cruzado en el siglo XX, una personificación de las doctrinas que profesa.

* * *

En Revolución y Contra-Revolución, Plinio Corrêa de Oliveira traza el perfil moral del contra-revolucionario, definiendo como tal a quien:

* “Conoce la Revolución, el Orden y la Contra-Revolución en su espíritu, en sus doctrinas, en sus respectivos métodos;

* Ama la Contra-Revolución y el Orden cristiano, odia la Revolución y el ‘anti-orden’;

* Hace de ese amor y de este odio el eje en torno del cual gravitan todos sus ideales, sus preferencias y actividades” [4].

Estos atributos residieron por excelencia y plenamente en su persona. De ellos él fue, a lo largo de toda su vida, un paradigma íntegro e impar; y esa integridad de su militancia católica y contra-revolucionaria es el ejemplo que Plinio Corrêa de Oliveira deja al conturbado mundo contemporáneo. Un ejemplo recogido y perpetuado por sus discípulos, reunidos en las asociaciones de defensa de la Tradición, la Familia y la Propiedad —las TFPs y entidades afines, hoy esparcidas por todo el orbe—, y por todos aquellos que en número creciente adhieren a su ideal de restauración de la Civilización Cristiana.

* * *

Transcurre este año el décimo aniversario del fallecimiento del autor de Revolución y Contra-Revolución. La conmemoración es propicia para hacer realidad el proyecto, desde hace mucho anhelado, de publicar en el Perú el magistral ensayo, revisado y aumentado en 1992. No sólo como homenaje a la memoria de su inolvidable autor, sino también con una intención genuinamente apostólica.

En efecto, en los días de tenebrosa confusión en que vivimos, poner al alcance del público un análisis que clarifica el cuadro de la crisis presente —situándola con insuperable lucidez en un panorama de conjunto coherente y grandioso—, a la par que señala con acierto los principios de acción para afrontarla eficazmente, tiene un poderoso efecto ordenador de los espíritus y orientador hacia el bien. Y a ese título constituye un auténtico apostolado.

Por eso, al presentar la edición peruana de Revolución y Contra-Revolución, nos complacemos en ofrecer al lector esta obra desbordante de sabiduría y espíritu católico; y cumplimos también un deber de gratitud y justicia hacia su egregio autor, Plinio Corrêa de Oliveira, cuyo pensamiento resplandece cada vez más como una luz y una guía para los atribulados hombres de nuestra época.


Lima, 13 de mayo de 2005


Tradición y Acción
por un Perú Mayor

[1] “Jornal de Minas”, 3-7-87
[2] “Legionario”, 20-12-1936.
[3] Encíclica Immortale Dei, del 1-XI-1885; cfr. Parte I, Cap. VII, § 1, E.
[4] Cfr. Parte II, Cap. IV, § 1.

Introducción

“Catolicismo”, al dar a luz su centésimo número, quiere señalar el hecho marcándolo con una nota especial, que propicie un ahondamiento de la comunicación de alma, ya tan grande, que tiene con sus lectores.

Para esto, nada le pareció más oportuno que la publicación de un estudio sobre el tema “Revolución y Contra-Revolución”.

Es fácil explicar la elección del asunto. “Catolicismo” es un periódico combativo. Como tal, debe ser juzgado principalmente en función del fin que su combate tiene en vista. Ahora bien, ¿a quién, precisamente, quiere combatir? La lectura de sus páginas produce al respecto una impresión tal vez poco definida. Es frecuente encontrar en ellas refutaciones del comunismo, del socialismo, del totalitarismo, del liberalismo, del liturgicismo, del maritainismo y de tantos otros “ismos”. Sin embargo, no se diría que tenemos de tal manera en vista a uno de ellos, que por ése nos pudiésemos definir. Por ejemplo, habría exageración en afirmar que “Catolicismo” es una publicación específicamente anti-protestante o anti-socialista. Se diría, entonces, que el periódico tiene una pluralidad de fines. No obstante, se percibe que, en la perspectiva en que se sitúa, todos estos puntos de mira tienen una especie de denominador común, y que éste es el objetivo siempre tenido en cuenta por nuestra publicación.

¿Cuál es ese denominador común? ¿Una doctrina? ¿Una fuerza? ¿Una corriente de opinión? Bien se ve que una elucidación al respecto ayuda a comprender hasta sus profundidades toda la obra de formación doctrinaria que “Catolicismo” ha venido realizando a lo largo de estos cien meses.

* * *

El estudio de la Revolución y de la Contra-Revolución excede, con mucho, de este limitado objetivo.

Para demostrarlo, basta dar una mirada al panorama religioso de nuestro país. Estadísticamente, la situación de los católicos es excelente: según los últimos datos oficiales, constituimos el 94% de la población. Si todos los católicos fuésemos lo que debemos ser, Brasil sería hoy una de las más admirables potencias católicas nacidas a lo largo de los veinte siglos de vida de la Iglesia.

¿Por qué, entonces, estamos tan lejos de este ideal? ¿Quién podría afirmar que la causa principal de nuestra presente situación es el espiritismo, el protestantismo, el ateísmo o el comunismo? No. La causa es otra, impalpable, sutil, penetrante como si fuese una poderosa y temible radioactividad. Todos sienten sus efectos, pero pocos sabrían decir su nombre y su esencia.

Al hacer esta afirmación, nuestro pensamiento se extiende de las fronteras del Brasil a las naciones hispanoamericanas, nuestras tan queridas hermanas, y de ahí hacia todas las naciones católicas. En todas ejerce su imperio indefinido y avasallador el mismo mal. Y en todas produce síntomas de una magnitud trágica.

Un ejemplo entre otros. En una carta dirigida en 1956, a propósito del Día Nacional de Acción de Gracias, a Su Eminencia el Cardenal Carlos Carmelo de Vasconcellos Motta, Arzobispo de San Pablo, el Excmo. y Revmo. Mons. Angelo Dell’Acqua, Sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano, decía que, “como consecuencia del agnosticismo religioso de los Estados”, quedó “amortecido o casi perdido en la sociedad moderna el sentir de la Iglesia”. Ahora bien, ¿qué enemigo asestó contra la Esposa de Cristo este golpe terrible? ¿Cuál es la causa común a éste y a tantos otros males concomitantes y afines? ¿Con qué nombre llamarla? ¿Cuáles son los medios por los cuales actúa? ¿Cuál es el secreto de su victoria? ¿Cómo combatirla con éxito?
Como se ve, difícilmente un tema podría ser de más palpitante actualidad.

* * *

Este enemigo terrible tiene un nombre: se llama Revolución. Su causa profunda es una explosión de orgullo y sensualidad que inspiró, no diríamos un sistema, sino toda una cadena de sistemas ideológicos. De la amplia aceptación dada a éstos en el mundo entero, derivaron las tres grandes revoluciones de la Historia de Occidente: la Pseudo-Reforma, la Revolución Francesa y el Comunismo [1].

El orgullo conduce al odio a toda superioridad, y, por tanto, a la afirmación de que la desigualdad es en sí misma, en todos los planos, inclusive y principalmente en los planos metafísico y religioso, un mal. Es el aspecto igualitario de la Revolución.

La sensualidad, de suyo, tiende a derribar todas las barreras. No acepta frenos y lleva a la rebeldía contra toda autoridad y toda ley, sea divina o humana, eclesiástica o civil. Es el aspecto liberal de la Revolución.

Ambos aspectos, que en último análisis tienen un carácter metafísico, parecen contradictorios en muchas ocasiones, pero se concilian en la utopía marxista de un paraíso anárquico en que una humanidad altamente evolucionada y “emancipada” de cualquier religión, viviría en profundo orden sin autoridad política, y en una libertad total de la cual, sin embargo, no derivaría ninguna desigualdad.

La Pseudo-Reforma fue una primera revolución. Ella implantó el espíritu de duda, el liberalismo religioso y el igualitarismo eclesiástico, en medida variable según las diversas sectas a que dio origen.

Le siguió la Revolución Francesa, que fue el triunfo del igualitarismo en dos campos. En el campo religioso, bajo la forma del ateísmo, especiosamente rotulado de laicismo. Y en la esfera política, por la falsa máxima de que toda desigualdad es una injusticia, toda autoridad un peligro, y la libertad el bien supremo.

El Comunismo es la trasposición de estas máximas al campo social y económico.

Estas tres revoluciones son episodios de una sola Revolución, dentro de la cual el socialismo, el liturgicismo, la “politique de la main tendue”, etc., son etapas de transición o manifestaciones atenuadas.

* * *

Claro está que un proceso de tanta profundidad, de tal envergadura y de tan larga duración no puede desarrollarse sin abarcar todos los dominios de la actividad del hombre, como por ejemplo la cultura, el arte, las leyes, las costumbres y las instituciones.

Un estudio pormenorizado de este proceso en todos los campos en que se viene desarrollando, excedería en mucho el ámbito de este trabajo.

En él procuramos —limitándonos a sólo una veta de este vasto asunto— trazar de modo sumario los contornos de la inmensa avalancha que es la Revolución, darle el nombre adecuado, indicar muy sucintamente sus causas profundas, los agentes que la promueven, los elementos esenciales de su doctrina, la importancia respectiva de los varios terrenos en que ella actúa, el vigor de su dinamismo, el “mecanismo” de su expansión. Simétricamente, tratamos después de puntos análogos referentes a la Contra-Revolución, y estudiamos algunas de las condiciones para su victoria.

Aun así, de cada uno de estos temas no pudimos desarrollar sino las partes que nos parecieron más útiles, de momento, para esclarecer a nuestros lectores y facilitarles la lucha contra la Revolución. Y tuvimos que dejar de lado muchos puntos de importancia realmente capital, pero de actualidad menos apremiante.

El presente trabajo, como dijimos, constituye un simple conjunto de tesis, a través de las cuales se puede conocer mejor el espíritu y el programa de “Catolicismo”. Excedería de sus naturales proporciones, si contuviese una demostración cabal de cada afirmación. Nos ceñimos tan sólo a desarrollar el mínimo necesario de argumentación para poner en evidencia el nexo existente entre las varias tesis, y la visión panorámica de toda una vertiente de nuestras posiciones doctrinarias.

* * *

Este artículo puede servir de encuesta. ¿Qué piensa exactamente, en el Brasil y fuera de él, el público que lee “Catolicismo” sobre la Revolución y la Contra-Revolución, siendo ciertamente de los más opuestos a la Revolución? Nuestras proposiciones, aunque abarcando tan sólo una parte del tema, pueden dar ocasión a que cada uno se interrogue, y nos envíe su respuesta, que acogeremos con todo interés.

[1] Cfr. LEÓN XIII, Encíclica Parvenu à la Vingt-Cinquième Année, del 19-III-1902. Bonne Presse, París, vol. VI, p. 279.
PARTE I

LA REVOLUCIÓN

Parte I - Capítulo I

Crisis del hombre contemporáneo

Las muchas crisis que conmueven el mundo de hoy —del Estado, de la familia, de la economía, de la cultura, etc.— no constituyen sino múltiples aspectos de una sola crisis fundamental, que tiene como campo de acción al propio hombre. En otros términos, esas crisis tienen su raíz en los problemas del alma más profundos, de donde se extienden a todos los aspectos de la personalidad del hombre contemporáneo y a todas sus actividades.

Parte I - Capítulo II

Crisis del hombre occidental y cristiano

Esa crisis es principalmente la del hombre occidental y cristiano, es decir, del europeo y de sus descendientes, el americano y el australiano. Y es en cuanto tal que la estudiaremos más particularmente. Ella afecta también a los otros pueblos, en la medida en que a éstos se extiende y en ellos echó raíces el mundo occidental. En esos pueblos tal crisis se complica con los problemas propios de las respectivas culturas y civilizaciones y con el choque entre éstas y los elementos positivos o negativos de la cultura y de la civilización occidentales.

Parte I - Capítulo III

Características de esa crisis


Por más profundos que sean los factores de diversificación de esa crisis en los diferentes países de hoy, ella conserva, siempre, cinco caracteres capitales:

1. ES UNIVERSAL

Esa crisis es universal. No existe hoy pueblo que no esté alcanzado por ella, en mayor o en menor grado.

2. ES UNA

Esa crisis es una. Es decir, no se trata de un conjunto de crisis que se desarrollan paralela y autónomamente en cada país, ligadas entre sí por algunas analogías más o menos relevantes.

Cuando ocurre un incendio en un bosque, no es posible considerar el fenómeno como si fuesen mil incendios autónomos y paralelos, de mil árboles vecinos unos de otros. La unidad del fenómeno “combustión”, ejerciéndose sobre la unidad viva que es el bosque, y la circunstancia de que la gran fuerza de expansión de las llamas resulta de un calor en el cual se funden y se multiplican las incontables llamas de los diversos árboles, todo en fin, contribuye para que el incendio de la floresta sea un hecho único, que engloba en una realidad total los mil incendios parciales, por más diferentes que sean cada uno de éstos en sus accidentes.

La Cristiandad occidental constituyó un solo todo, que trascendía a los diversos países cristianos, sin absorberlos. En esa unidad viva se operó una crisis que acabó por alcanzarla por entero, por el calor sumado y, más aún, fundido, de las cada vez más numerosas crisis locales que desde hace siglos se vienen interpenetrando y entreayudando ininterrumpidamente. En consecuencia, hace mucho que la Cristiandad, en cuanto familia de Estados oficialmente católicos, cesó de existir. De ella restan como vestigios los pueblos occidentales y cristianos. Y todos se encuentran actualmente en agonía bajo la acción de este mismo mal.

3. ES TOTAL

Considerada en un determinado país, esa crisis se desarrolla en una zona de problemas tan profunda, que se prolonga o se desdobla, por el propio orden de las cosas, en todas las potencias del alma, en todos los campos de la cultura, en fin, en todos los dominios de la acción del hombre.

4. ES DOMINANTE

Encarados superficialmente, los acontecimientos de nuestros días parecen una maraña caótica e inextricable, y de hecho los son desde muchos puntos de vista.

Entretanto, es posible discernir resultantes, profundamente coherentes y vigorosas, de la conjunción de tantas fuerzas desvariadas, siempre que éstas sean consideradas desde el ángulo de la gran crisis de que tratamos.

En efecto, al impulso de esas fuerzas en delirio, las naciones occidentales van siendo gradualmente impelidas hacia un estado de cosas que se va delineando igual en todas ellas, y diametralmente opuesto a la civilización cristiana.

De donde se ve que esa crisis es como una reina a la que todas las fuerzas del caos sirven como instrumentos eficientes y dóciles.

5. ES PROCESIVA

Esa crisis no es un hecho espectacular y aislado. Ella constituye, por el contrario, un proceso ya cinco veces secular, un prolongado sistema de causas y efectos que, habiendo nacido en determinado momento, con gran intensidad, en las zonas más profundas del alma y de la cultura del hombre occidental, viene produciendo, desde el siglo XV hasta nuestros días, sucesivas convulsiones.

A este proceso bien se le pueden aplicar las palabras de Pío XII relativas a un sutil y misterioso “enemigo” de la Iglesia: “Él se encuentra en todo lugar y en medio de todos: sabe ser violento y astuto. En estos últimos siglos intentó realizar la disgregación intelectual, moral, social, de la unidad en el organismo misterioso de Cristo. Quiso la naturaleza sin la gracia, la razón sin la fe; la libertad sin la autoridad; a veces, la autoridad sin la libertad. Es un ‘enemigo’ que se volvió cada vez más concreto, con una ausencia de escrúpulos que aún sorprende: ¡Cristo sí, la Iglesia no! Después: ¡Dios sí, Cristo no! Finalmente el grito impío: Dios está muerto; y hasta Dios jamás existió. Y he aquí la tentativa de edificar la estructura del mundo sobre las bases que no dudamos en señalar como las principales responsables por la amenaza que pesa sobre la humanidad: una economía sin Dios, un derecho sin Dios, una política sin Dios” [1]. Este proceso no debe ser visto como una secuencia puramente fortuita de causas y efectos, que se fueron sucediendo de modo inesperado. Ya en sus comienzos esta crisis poseía las energías necesarias para reducir a acto todas sus potencialidades, que en nuestros días conserva bastante vivas como para causar, por medio de supremas convulsiones, las destrucciones últimas que son su término lógico.

Influenciada y condicionada en sentidos diversos, por factores extrínsecos de todo orden —culturales, sociales, económicos, étnicos, geográficos y otros— y siguiendo a veces caminos bien sinuosos, ella va progresando incesantemente hacia su trágico fin.

A. Decadencia de la Edad Media
Ya esbozamos en la Introducción los grandes trazos de este proceso. Es oportuno añadir algunos pormenores.

En el siglo XIV comienza a observarse, en la Europa cristiana, una transformación de mentalidad que a lo largo del siglo XV crece cada vez más en nitidez. El apetito de los placeres terrenos se va transformando en ansia. Las diversiones se van volviendo más frecuentes y más suntuosas. Los hombres se preocupan cada vez más con ellas. En los trajes, en las maneras, en el lenguaje, en la literatura y en el arte el anhelo creciente por una vida llena de deleites de la fantasía y de los sentidos va produciendo progresivas manifestaciones de sensualidad y molicie. Hay una paulatina mengua de la seriedad y de la austeridad de los antiguos tiempos. Todo tiende a lo risueño, a lo gracioso, a lo festivo. Los corazones se desprenden gradualmente del amor al sacrificio, de la verdadera devoción a la Cruz y de las aspiraciones de santidad y vida eterna. La Caballería, otrora una de las más altas expresiones de la austeridad cristiana, se vuelve amorosa y sentimental; la literatura de amor invade todos los países; los excesos de lujo y la consecuente avidez de lucros se extienden por todas las clases sociales.

Tal clima moral, al penetrar en las esferas intelectuales, produjo claras manifestaciones de orgullo, como el gusto por las disputas aparatosas y vacías, por las argucias inconsistentes, por las exhibiciones fatuas de erudición, y lisonjeó viejas tendencias filosóficas, de las cuales había triunfado la Escolástica, y que ahora, ya relajado el antiguo celo por la integridad de la Fe, renacían con nuevos aspectos. El absolutismo de los legistas, que se engalanaban con un conocimiento vanidoso del Derecho Romano, encontró en Príncipes ambiciosos un eco favorable. Y pari passu se fue extinguiendo en grandes y pequeños la fibra de otrora para contener al poder real en los legítimos límites vigentes en los días de San Luis de Francia y de San Fernando de Castilla.

B. Pseudo-Reforma y Renacimiento
Este nuevo estado de alma contenía un deseo poderoso, aunque más o menos inconfesado, de un orden de cosas fundamentalmente diverso del que había llegado a su apogeo en los siglos XII y XIII.

La admiración exagerada, y no pocas veces delirante, por el mundo antiguo, sirvió como medio de expresión a ese deseo. Procurando muchas veces no chocar de frente con la vieja tradición medieval, el Humanismo y el Renacimiento tendieron a relegar la Iglesia, lo sobrenatural, los valores morales de la Religión, a un segundo plano. Eltipo humano, inspirado en los moralistas paganos, que aquellos movimientos introdujeron como ideal en Europa, así como la cultura y la civilización coherentes con este tipo humano, ya eran los legítimos precursores del hombre ávido de ganancias, sensual, laico y pragmático de nuestros días, de la cultura y de la civilización materialistas en que cada vez más nos vamos hundiendo. Los esfuerzos por un Renacimiento cristiano no lograron aplastar en su germen los factores de los cuales resultó el triunfo paulatino del neopaganismo.

En algunas partes de Europa, éste se desarrolló sin llevarlas a la apostasía formal. Importantes resistencias se le opusieron. E incluso cuando se instalaba en las almas, no osaba pedirles —al inicio por lo menos— una ruptura formal con la Fe.

Pero en otros países embistió abiertamente contra la Iglesia. El orgullo y la sensualidad, en cuya satisfacción está el placer de la vida pagana, suscitaron el protestantismo.

El orgullo dio origen el espíritu de duda, al libre examen, a la interpretación naturalista de la Escritura. Produjo la insurrección contra la autoridad eclesiástica, expresada en todas las sectas por la negación del carácter monárquico de la Iglesia Universal, es decir por la rebelión contra el Papado. Algunas, más radicales, negaron también lo que se podría llamar la alta aristocracia de la Iglesia Universal, o sea los Obispos, sus Príncipes. Otras negaron incluso el propio sacerdocio jerárquico, reduciéndolo a una mera delegación del pueblo, único poseedor verdadero del poder sacerdotal.

En el plano moral, el triunfo de la sensualidad en el protestantismo se afirmó por la supresión del celibato eclesiástico y por la introducción del divorcio.

C. Revolución Francesa
La acción profunda del Humanismo y del Renacimiento entre los católicos no cesó de dilatarse en una creciente cadena de consecuencias en toda Francia. Favorecida por el debilitamiento de la piedad de los fieles —ocasionado por el jansenismo y por los otros fermentos que el protestantismo del siglo XVI desgraciadamente había dejado en el Reino Cristianísimo— tal acción tuvo por efecto en el siglo XVIII una disolución casi general de las costumbres, un modo frívolo y brillante de considerar las cosas, un endiosamiento gradual de la vida terrena, que preparó el campo para la victoria gradual de la irreligión. Dudas en relación a la Iglesia, negación de la divinidad de Cristo, deísmo, ateísmo incipiente fueron las etapas de esa apostasía.

Profundamente afín con el protestantismo, heredera de él y del neopaganismo renacentista, la Revolución Francesa realizó una obra del todo y en todo simétrica a la de la Pseudo-Reforma. La Iglesia Constitucional que ella intentó fundar antes de naufragar en el deísmo y en el ateísmo, era una adaptación de la Iglesia de Francia al espíritu del protestantismo. Y la obra política de la Revolución Francesa no fue sino la transposición, al ámbito del Estado, de la “reforma” que las sectas protestantes más radicales adoptaron en materia de organización eclesiástica:

— rebelión contra el Rey, simétrica a la rebelión contra el Papa;

— rebelión de la plebe contra los nobles, simétrica a la rebelión de la “plebe” eclesiástica, es decir, de los fieles, contra la “aristocracia” de la Iglesia, es decir, el Clero;

— afirmación de la soberanía popular, simétrica al gobierno de ciertas sectas, en mayor o menor medida, por los fieles.

D. Comunismo
En el protestantismo nacieron algunas sectas que, transponiendo directamente sus tendencias religiosas al campo político, prepararon el advenimiento del espíritu republicano. San Francisco de Sales, en el siglo XVII, previno contra estas tendencias republicanas al Duque de Saboya
[2]. Otras, yendo más lejos, adoptaron principios que, si no pueden ser llamados comunistas en todo el sentido actual del término, son por lo menos pre-comunistas.

De la Revolución Francesa nació el movimiento comunista de Babeuf. Y más tarde, del espíritu cada vez más vivaz de la Revolución, irrumpieron las escuelas del comunismo utópico del siglo XIX y el comunismo llamado científico de Marx.

¿Y qué hay de más lógico? El deísmo tiene como fruto normal el ateísmo. La sensualidad, sublevada contra los frágiles obstáculos del divorcio, tiende por sí misma al amor libre. El orgullo, enemigo de toda superioridad, habría de embestir contra la última desigualdad, es decir, la de fortunas. Y así, ebrio de sueños de República Universal, de supresión de toda autoridad eclesiástica o civil, de abolición de toda Iglesia y, después de una dictadura obrera de transición, también del propio Estado, he ahí el neo-bárbaro del siglo XX, producto más reciente y más extremado del proceso revolucionario.

E. Monarquía, república y religión
A fin de evitar cualquier equívoco, conviene acentuar que esta exposición no contiene la afirmación de que la república es un régimen político necesariamente revolucionario. León XIII, al hablar de las diversas formas de gobierno, dejó claro que “todas y cada una son buenas, siempre que tiendan rectamente a su fin, es decir, al bien común, razón de ser de la autoridad social”
[3].

Tachamos de revolucionaria, eso sí, la hostilidad profesada, por principio, contra la monarquía y la aristocracia, como si fueran formas esencialmente incompatibles con la dignidad humana y el orden normal de las cosas. Es el error condenado por San Pío X en la Carta Apostólica Notre Charge Apostolique, el 25 de agosto de 1910. En ella el grande y santo Pontífice censura la tesis del Sillon, de que “sólo la democracia inaugurará el reino de la perfecta justicia”, y exclama; “¿No es esto una injuria a las otras formas de gobierno, que son rebajadas de ese modo a la categoría de gobiernos impotentes, aceptables a falta de otro mejor?” [4].

Ahora bien, sin este error, entrañado en el proceso de que hablamos, no se explica enteramente que la monarquía, calificada por el Papa Pío VI como, en tesis, la mejor forma de gobierno — “praestantioris monarchici regiminis forma” [5]—, haya sido objeto, en los siglos XIX y XX, de un movimiento mundial de hostilidad que echó por tierra los tronos y las dinastías más venerables. La producción en serie de repúblicas por el mundo entero es, a nuestro modo de ver, un fruto típico de la Revolución, y un aspecto capital de ella.

No puede ser tachado de revolucionario quien para su Patria, por razones concretas y locales, salvaguardados siempre los derechos de la autoridad legítima, prefiere la democracia a la aristocracia o a la monarquía. Pero sí quien, llevado por el espíritu igualitario de la Revolución, odia por principio, y califica de injusta o inhumana en esencia la aristocracia o la monarquía.

De ese odio antimonárquico y antiaristocrático nacen las democracias demagógicas, que combaten la tradición, persiguen las élites, degradan el tonus general de la vida, y crean un ambiente de vulgaridad que constituye como la nota dominante de la cultura y de la civilización... si es que los conceptos de civilización y de cultura se pueden realizar en tales condiciones.

Cómo diverge de esta democracia revolucionaria la democracia descrita por Pío XII: “Según el testimonio de la Historia, donde reina una verdadera democracia la vida del pueblo está impregnada de sanas tradiciones, que es ilícito abatir. Representantes de esas tradiciones son, ante todo, las clases dirigentes, o sea, los grupos de hombres y mujeres o las asociaciones que, como se acostumbra a decir, dan el tono en la aldea y en la ciudad, en la región y en el país entero. De ahí la existencia y el influjo, en todos los pueblos civilizados, de instituciones eminentemente aristocráticas, en el sentido más elevado de la palabra, como son algunas academias de amplia y bien merecida fama. Pertenece también a este número la nobleza” [6].

Como se ve, el espíritu de la democracia revolucionaria es bien diverso de aquél que debe animar una democracia conforme a la doctrina de la Iglesia.

F. Revolución, Contra-Revolución y dictadura
Las presentes consideraciones sobre la posición de la Revolución y del pensamiento católico ante las formas de gobierno podrán suscitar en varios lectores un interrogante: ¿la dictadura es un factor de Revolución, o de Contra-Revolución?

Para responder con claridad a una pregunta a la cual han sido dadas tantas soluciones confusas y hasta tendenciosas, es necesario establecer una distinción entre ciertos elementos que se enmarañan desordenadamente en la idea de dictadura, tal como la opinión pública la conceptúa. Confundiendo la dictadura en tesis con lo que ella ha sido in concreto en el siglo XX, el público entiende por dictadura un estado de cosas en el cual un jefe dotado de poderes irrestrictos gobierna a un país. Para el bien de éste, dicen unos. Para el mal, dicen otros.

Mas en uno y en otro caso, tal estado de cosas es siempre una dictadura.

Ahora bien, este concepto envuelve dos elementos diferentes:

— omnipotencia del Estado;

— concentración del poder estatal en una sola persona.

En el espíritu público, parece que el segundo elemento llama más la atención. Sin embargo, el elemento básico es el primero, por lo menos si entendemos por dictadura un estado de cosas en que, suspendido todo orden jurídico, el poder público dispone a su antojo de todos los derechos. Que una dictadura pueda ser ejercida por un Rey (la dictadura real, es decir, la suspensión de todo orden jurídico y el ejercicio irrestricto del poder público por el Rey, no se confunde con el Ancien Régime, en el cual estas garantías existían en considerable medida, y mucho menos con la monarquía orgánica medieval) o un jefe popular, una aristocracia hereditaria o un clan de banqueros, o hasta por la masa, es enteramente evidente.

En sí, una dictadura ejercida por un jefe o un grupo de personas no es revolucionaria ni contra-revolucionaria. Será una u otra cosa en función de las circunstancias en que se originó, y de la obra que realice. Y esto, tanto esté en manos de un hombre como de un grupo.

Hay circunstancias que exigen, para la salus populi, una suspensión provisional de los derechos individuales y el ejercicio más amplio del poder público. La dictadura puede, por tanto, ser legítima en ciertos casos.

Una dictadura contra-revolucionaria y, pues, enteramente guiada por el deseo de Orden, debe presentar tres requisitos esenciales:

* Debe suspender los derechos, no para subvertir el Orden, sino para protegerlo. Y por orden no entendemos solamente la tranquilidad material, sino la disposición de las cosas según su fin, y de acuerdo con la respectiva escala de valores. Hay, pues, una suspensión de derechos más aparente que real, el sacrificio de las garantías jurídicas de que abusaban los malos elementos en detrimento del propio orden y del bien común, sacrificio éste orientado a la protección de los verdaderos derechos de los buenos.

* Por definición, esta suspensión debe ser provisoria, y debe preparar las circunstancias para que lo antes posible se vuelva al orden y a la normalidad. La dictadura, en la medida en que es buena, va haciendo cesar su propia razón de ser. La intervención del Poder público en los distintos sectores de la vida nacional debe hacerse de manera que, lo más pronto posible, cada sector pueda vivir con la necesaria autonomía.

Así, cada familia debe poder hacer todo aquello que por su naturaleza es capaz, siendo apoyada subsidiariamente por grupos sociales superiores en aquello que sobrepase su ámbito. Esos grupos, a su vez, sólo deben recibir el apoyo del municipio en lo que se excede su normal capacidad, y así sucesivamente en las relaciones entre el municipio y la región, o entre ésta y el país.

* El fin primordial de la dictadura legítima debe ser, hoy en día, la Contra-Revolución. Lo que, por lo demás, no implica afirmar que la dictadura sea normalmente un medio necesario para la derrota de la Revolución. Pero puede serlo en ciertas circunstancias.

Por el contrario, la dictadura revolucionaria tiende a eternizarse, viola los derechos auténticos y penetra en todas las esferas de la sociedad para aniquilarlas, desarticulando la vida de familia, perjudicando a las élites genuinas, subvirtiendo la jerarquía social, alimentando de utopías y de aspiraciones desordenadas a la multitud, extinguiendo la vida real de los grupos sociales, y sujetando todo al Estado: en una palabra, favoreciendo la obra de la Revolución. Ejemplo típico de tal dictadura fue el hitlerismo.

Por esto, la dictadura revolucionaria es fundamentalmente anticatólica. En efecto, en un ambiente verdaderamente católico no puede haber clima para tal situación.

Lo cual no quiere decir que la dictadura revolucionaria, en éste o en aquel país, no haya procurado favorecer a la Iglesia. Pero se trata de una actitud meramente política, que se transforma en persecución franca o velada, tan pronto como la autoridad eclesiástica comience a detener el paso a la Revolución.

[1] Alocución a la Unión de Hombres de la Acción Católica italiana, 12-X-1952, Discorsi e Radiomessaggi, vol. XIV, p. 359.

[2] Cfr. SAINTE-BEUVE, Études des lundis —XVIIème siècle— Saint François de Sales, Librairie Garnier, París, 1928, p. 364.

[3] Encíclica Au Milieu des Sollicitudes, 16-II-1892, Bonne Presse, París, vol. III,p. 116.

[4] A.A.S., vol. II, p. 618.

[5] Alocución al Consistorio Secreto, 17-VI-1793, sobre la muerte del rey de Francia, Les Enseignements Pontificaux —La Paix Intérieure des Nations— par les moines de Solesmes, Descleé & Cie., p. 8.

[6] Alocución al Patriciado y a la Nobleza Romana, 16-I-1946, Discorsi e Radiomessaggi, vol. VII, p. 340.

Parte I - Capítulo IV

Las metamorfosis del proceso revolucionario


Como se desprende del análisis hecho en el capítulo anterior, el proceso revolucionario es el desarrollo, por etapa­­s, de ciertas tendencias desordenadas del hombre occidental y cristiano, y de los errores nacidos de ellas.

En cada etapa, esas tendencias y errores tienen un aspecto propio. La Revolución va, pues, metamorfoseándose a lo largo de la Historia.

Esas metamorfosis que se observan en las líneas generales de la Revolución se repiten, en menor escala, en el interior de cada gran episodio de la misma.

Así, el espíritu de la Revolución Francesa, en su primera fase, usó máscara y lenguaje aristocráticos y hasta eclesiásticos. Frecuentó la Corte y se sentó a la mesa del Consejo del Rey.

Después, se volvió burgués y trabajó por la extinción incruenta de la monarquía y de la nobleza, y por una velada y pacífica supresión de la Iglesia Católica.

En cuanto pudo, se hizo jacobino y se embriagó de sangre en el Terror.

Pero los excesos practicados por la facción jacobina despertaron reacciones. Volvió atrás, recorriendo las mismas etapas. De jacobino se transformó en burgués en el Directorio, con Napoleón extendió la mano a la Iglesia y abrió las puertas a la nobleza exiliada, y, por fin, aplaudió el retorno de los Borbones. Terminada la Revolución Francesa, no concluye con ello el proceso revolucionario. He aquí que vuelve a explotar con la caída de Carlos X y la ascensión de Luis Felipe, y así, por sucesivas metamorfosis, aprovechando sus éxitos e inclusive sus fracasos, llegó hasta el paroxismo de nuestros días.

La Revolución usa, pues, sus metamorfosis no sólo para avanzar, sino para practicar los retrocesos tácticos que tan frecuentemente le han sido necesarios.

A veces, movimiento siempre vivo, ella ha simulado estar muerta. Y ésta es una de sus metamorfosis más interesantes. En apariencia, la situación de un determinado país se presenta completamente tranquila. La reacción contra-revolucionaria se distiende y adormece. Pero, en las profundidades de la vida religiosa, cultural, social o económica, la fermentación revolucionaria ve siempre ganando terreno. Y, al cabo de ese aparente intersticio, explota una convulsión inesperada, frecuentemente mayor que las anteriores.

Parte I - Capítulo V

Las tres profundidades de la Revolución:
en las tendencias, en las ideas, en los hechos


1. LA REVOLUCIÓN EN LAS TENDENCIAS

Como vimos, esta Revolución es un proceso compuesto de etapas, y tiene su origen último en determinadas tendencias desordenadas que le sirven de alma y de fuerza propulsora más íntima [1]. Así, podemos también distinguir en la Revolución tres profundidades, que cronológicamente hasta cierto punto se interpenetran.

La primera, es decir, la más profunda, consiste en una crisis en las tendencias. Esas tendencias desordenadas por su propia naturaleza luchan por realizarse, no conformándose ya con todo un orden de cosas que les es contrario; comienzan por modificar las mentalidades, los modos de ser, las expresiones artísticas y las costumbres, sin tocar al principio, de modo directo —habitualmente, por lo menos— las ideas.

2. LA REVOLUCIÓN EN LAS IDEAS

De esas capas profundas, la crisis pasa al terreno ideológico. En efecto —como Paul Bourget lo puso en evidencia en su célebre obra Le Démon de Midi— “es necesario vivir como se piensa, so pena de, tarde o temprano, acabar por pensar como se vive” [2]. Así, inspiradas por el desarreglo de las tendencias profundas, irrumpen nuevas doctrinas. Ellas procuran a veces, al principio, un modus vivendi con las antiguas, y se expresan de tal manera que mantienen con éstas un simulacro de armonía, el cual habitualmente no tarda en romperse en lucha declarada.

3. LA REVOLUCIÓN EN LOS HECHOS

Esa transformación de las ideas se extiende, a su vez, al terreno de los hechos, donde pasa a operar, por medios cruentos o incruentos, la transformación de las instituciones, de las leyes y de las costumbres, tanto en la esfera religiosa cuanto en la sociedad temporal. Es una tercera crisis, ya enteramente en el orden de los hechos.

4. OBSERVACIONES DIVERSAS

A. Las profundidades de la Revolución no se identifican con etapas cronológicas
Esas profundidades son, de algún modo, escalonadas. Pero un análisis atento pone en evidencia que las operaciones que la Revolución realiza en ellas de tal modo se interpenetran en el tiempo, que esas diversas profundidades no pueden ser vistas como otras tantas unidades cronológicas distintas.

B. Nitidez de las tres profundidades de la Revolución
Esas tres profundidades no siempre se diferencian nítidamente unas de las otras. El grado de nitidez varía mucho de un caso concreto a otro.

C. El proceso revolucionario no es incoercible
El caminar de un pueblo a través de esas varias profundidades no es incoercible, de tal manera que, dado el primer paso, llegue necesariamente hasta el último y resbale hacia la profundidad siguiente. Por el contrario, el libre arbitrio humano, coadyuvado por la gracia, puede vencer cualquier crisis, como puede detener y vencer la propia Revolución.

Describiendo esos aspectos, hacemos como un médico que describe la evolución completa de una enfermedad hasta la muerte, sin pretender con ello que la enfermedad sea incurable.

[1] Cfr. Parte I, cap. III, 5.

[2] PAUL BOURGET, Le Démon de Midi, Plon, París, 1914, vol. II, p. 375.

Parte I - Capítulo VI

La marcha de la Revolución


Las consideraciones anteriores ya nos proporcionaron algunos datos sobre la marcha de la Revolución, es decir, su carácter procesivo, las metamorfosis por las cuales pasa, su irrupción en lo más recóndito del hombre y su exteriorización en actos. Como se ve, hay toda una dinámica propia de la Revolución. De esto podemos tener una mejor idea estudiando aún otros aspectos de la marcha de la Revolución.

1. LA FUERZA PROPULSORA DE LA REVOLUCIÓN

A. La Revolución y las tendencias desordenadas
La más poderosa fuerza propulsora de la Revolución está en las tendencias desordenadas.

Y por esto la Revolución ha sido comparada a un tifón, a un terremoto, a un ciclón. Es que las fuerzas naturales desencadenadas son imágenes materiales de las pasiones desenfrenadas del hombre.

B. Los paroxismos de la Revolución están enteros en los gérmenes de ésta
Como los cataclismos, las malas pasiones tienen una fuerza inmensa, pero para destruir.

Esa fuerza ya tiene potencialmente, en el primer instante de sus grandes explosiones, toda la virulencia que se patentizará más tarde en sus peores excesos. En las primeras negaciones del protestantismo, por ejemplo, ya estaban implícitos los anhelos anarquistas del comunismo. Si desde el punto de vista de la formulación explícita, Lutero no era sino Lutero, todas las tendencias, todo el estado de alma, todos los imponderables de la explosión luterana ya traían consigo, de modo auténtico y pleno, aunque implícito, el espíritu de Voltaire y de Robespierre, de Marx y de Lenín [1].

C. La Revolución exaspera sus propias causas
Esas tendencias desordenadas se desarrollan como los pruritos y los vicios, es decir, a medida que se satisfacen, crecen en intensidad. Las tendencias producen crisis morales, doctrinas erróneas y después revoluciones. Unas y otras, a su vez, exacerban las tendencias. Estas últimas llevan en seguida, por un movimiento análogo, a nuevas crisis, nuevos errores, nuevas revoluciones. Es lo que explica que nos encontremos hoy en tal paroxismo de impiedad y de inmoralidad, así como en tal abismo de desórdenes y discordias.

2. LOS APARENTES INTERSTICIOS DE LA REVOLUCIÓN

Considerando la existencia de períodos de una calma acentuada, se diría que en ellos la Revolución cesó. Y así parece que el proceso revolucionario es discontinuo y que, por tanto, no es uno.

Ahora bien, esas calmas son meras metamorfosis de la Revolución. Los períodos de tranquilidad aparente, supuestos intersticios, han sido en general de fermentación revolucionaria sorda y profunda. Véase si no el período de la Restauración (1815-1830) [2].

3. LA MARCHA DE REQUINTE EN REQUINTE [3]

Por lo que vimos [4] se explica que cada etapa de la Revolución, comparada con la anterior, no sea sino un requinte. El humanismo naturalista y el protestantismo se requintaron en la revolución Francesa, la cual, a su vez, se requintó en el gran proceso revolucionario de la bolchevización del mundo de hoy.

Es que las pasiones desordenadas, yendo en un crescendo análogo al que produce la aceleración en la ley de la gravedad, y alimentándose de sus propias obras, acarrean consecuencias que, a su vez, se desarrollan según una intensidad proporcional. Y en la misma progresión los errores generan errores, y las revoluciones abren camino unas a las otras.

4. LAS VELOCIDADES ARMÓNICAS DE LA REVOLUCIÓN

Ese proceso revolucionario se da en dos velocidades diversas. Una, rápida, está destinada generalmente al fracaso en el plano inmediato. La otra ha sido habitualmente coronada por el éxito, y es mucho más lenta.

A. La alta velocidad
Los movimientos pre-comunistas de los anabaptistas, por ejemplo, sacaron inmediatamente, en varios campos, todas o casi todas las consecuencias del espíritu y las tendencias de la Pseudo-Reforma: fracasaron.

B. La marcha lenta
Lentamente, a lo largo de más de cuatro siglos, las corrientes más moderadas del protestantismo, caminando de requinte en requinte, por etapas de dinamismo y de inercia sucesivas, van sin embargo favoreciendo paulatinamente, de uno u otro modo, la marcha de Occidente hacia el mismo punto extremo
[5].

C. Cómo se armonizan estas velocidades
Cabe estudiar el papel de cada una de esas velocidades en la marcha de la Revolución. Se diría que los movimientos más veloces son inútiles. Sin embargo, no es verdad. La explosión de esos extremismos levanta un estandarte, crea un punto de mira fijo que fascina por su propio radicalismo a los moderados, y hacia el cual éstos se van encaminado lentamente. Así, el socialismo repudia al comunismo pero lo admira en silencio y tiende hacia él. Más remotamente, lo mismo se podría decir del comunista Babeuf y sus secuaces en los últimos destellos de la Revolución Francesa. Fueron aplastados. Pero lentamente la sociedad va siguiendo el camino hacia donde ellos la quisieron llevar. El fracaso de los extremistas es, pues, sólo aparente. Ellos colaboran indirecta, pero poderosamente, con la Revolución, atrayendo en forma paulatina a la multitud incontable de los “prudentes”, de los “moderados” y de los mediocres, para la realización de sus culpables y exacerbados devaneos.

5. DESHACIENDO OBJECIONES

Vistas estas nociones, se presenta la ocasión para deshacer algunas objeciones que, antes de esto, no podrían ser adecuadamente analizadas.

A. Revolucionarios de pequeña velocidad y “semi-contrarevolucionarios”
Lo que distingue al revolucionario que siguió el ritmo de la marcha rápida, de quien paulatinamente se va volviendo tal según el ritmo de la marcha lenta, está en que, cuando el proceso revolucionario se inició en el primero, encontró resistencias nulas, o casi nulas. La virtud y la verdad vivían en esa alma una vida de superficie. Eran como madera seca, que cualquier chispa puede incendiar. Por el contrario, cuando ese proceso se opera lentamente, es porque la chispa de la Revolución encontró, al menos en parte, leña verde. En otros términos, encontró mucha verdad o mucha virtud que se mantienen contrarias a la acción del espíritu revolucionario. Un alma en tal situación queda partida, y vive de dos principios opuestos, el de la Revolución y el del Orden.

De la coexistencia de esos dos principios pueden surgir situaciones bien diversas:

* a. El revolucionario de pequeña velocidad: él se deja arrastrar por la Revolución, a la cual opone apenas la resistencia de la inercia.

* b. El revolucionario de velocidad lenta, pero con “coágulos” contra-revolucionarios. También éste se deja arrastrar por la Revolución. Pero en algún punto concreto la rechaza.

Así, por ejemplo, será socialista en todo, pero conservará los modales aristocráticos. Según el caso, llegará incluso a atacar la vulgaridad socialista. Sin duda, se trata de una resistencia, Pero resistencia en un pormenor, que no se remonta a los principios, toda ella constituida por hábitos e impresiones. Resistencia por eso mismo sin mayor alcance, que morirá con el individuo, y que, si se diera en un grupo social, tarde o temprano, por la violencia o por la persuasión, en una o algunas generaciones, será desmantelada por la Revolución en su curso inexorable.

* c. El “semi-contra-revolucionario” [6]: se diferencia del anterior sólo por el hecho de que en él el proceso de “coagulación” fue más enérgico y remontó hasta la zona de los principios básicos. De algunos principios, se entiende, y no de todos. En él, la reacción contra la Revolución es más pertinaz, más viva. Constituye un obstáculo que no es sólo de inercia. Su conversión a una posición enteramente contra-revolucionaria es más fácil, por lo menos en tesis. Cualquier exceso de la Revolución puede determinar en él una transformación cabal, una cristalización de todas las tendencias buenas, en una actitud de firmeza inquebrantable. Mientras esta feliz transformación no se dé, el “semi-contra-revolucionario” no puede ser considerado un soldado de la Contra-Revolución.

Es característica del conformismo del revolucionario de marcha lenta, y del “semi-contra-revolucionario”, la facilidad con que ambos aceptan las conquistas de la Revolución. Afirmando la tesis de la unión de la Iglesia y el Estado, por ejemplo, viven displicentemente en el régimen de la hipótesis, es decir de la separación, sin intentar ningún esfuerzo serio para que se haga posible restaurar algún día, en condiciones convenientes, la unión.

B. Monarquías protestantes, repúblicas católicas
Una objeción que se podría hacer a nuestra tesis consistiría en decir que, si el movimiento republicano universal es fruto del espíritu protestante, no se comprende cómo, actualmente, sólo haya en el mundo un Rey católico
[7], y tantos países protestantes se conserven monárquicos.

La explicación es simple. Inglaterra, Holanda y las naciones nórdicas, por toda una serie de razones históricas, psicológicas, etc., son muy afines a la monarquía. Al penetrar en ellas, la Revolución no consiguió evitar que el sentimiento monárquico “coagulase”. Así, la realeza viene sobreviviendo obstinadamente en esos países, a pesar de que en ellos la Revolución va penetrando cada vez más a fondo en otros campos. “Sobreviviendo”... sí, en la medida en que morir poco a poco puede ser llamado sobrevivir. Pues la monarquía inglesa, reducida en grandísima medida a un papel de aparato, y las demás realezas protestantes, transformadas para casi todos los efectos en repúblicas cuyo jefe es vitalicio y hereditario, van agonizando suavemente, y, de continuar así las cosas, se extinguirán sin ruido.

Sin negar que otras causas contribuyen a esta sobrevida, queremos, sin embargo, poner en evidencia ese factor —muy importante, por lo demás— que se sitúa en el ámbito de nuestra exposición.

Por el contrario, en las naciones latinas, el amor a una disciplina externa y visible, a un poder público fuerte y prestigioso, es —por muchas razones— bastante menor.

La Revolución no encontró en ellas, pues, un sentimiento monárquico tan arraigado. Derribó los tronos fácilmente. Pero hasta ahora no fue suficientemente fuerte para arrastrar a la Religión.

C. La austeridad protestante
Otra objeción a nuestro trabajo podría venir del hecho de que ciertas sectas protestantes sean de una austeridad que raya en lo exagerado. ¿Cómo, pues, explicar todo el protestantismo por una explosión del deseo de gozar la vida?

Aún aquí, la objeción no es difícil de resolver. Al penetrar en ciertos ambientes, la Revolución encontró muy vivaz el amor a la austeridad. Así, se formó un “coágulo”. Y, si bien que ella haya conseguido ahí en materia de orgullo todos los triunfos, no alcanzó éxitos iguales en materia de sensualidad. En tales ambientes, se goza la vida por medio de los discretos deleites del orgullo, y no por las groseras delicias de la carne. Hasta puede ser que la austeridad, estimulada por el orgullo exacerbado, haya reaccionado exageradamente contra la sensualidad. Pero esa reacción, por más obstinada que sea, es estéril: tarde o temprano, por inanición o por la violencia, será destrozada por la Revolución. Pues no es de un puritanismo rígido, frío, momificado, de donde puede partir el soplo de vida que regenerará la tierra.

D. El frente único de la Revolución
Tales “coagulaciones” y cristalizaciones conducen normalmente al entrechoque de las fuerzas de la Revolución. Al considerar esto, se diría que las potencias del mal están divididas contra sí mismas, y que es falsa nuestra concepción unitaria del proceso revolucionario.

Ilusión. Por un instinto profundo, que muestra que son armónicas en sus elementos esenciales y contradictorias sólo en sus accidentes, esas fuerzas tienen una sorprendente capacidad de unirse contra la Iglesia Católica, siempre que se encuentren frente a Ella.

Estériles en los elementos buenos que les resten, las fuerzas revolucionarias sólo son realmente eficientes para el mal. Y así, cada cual ataca por su lado a la Iglesia, que queda como una ciudad sitiada por un inmenso ejército.

Entre esas fuerzas de la Revolución, no se debe omitir a los católicos que profesan la doctrina de la Iglesia pero están dominados por el espíritu revolucionario. Mil veces más peligrosos que los enemigos declarados, combaten a la Ciudad Santa dentro de sus propios muros, y bien merecen lo que de ellos dijo Pío IX: “Aún cuando los hijos del siglo sean más hábiles que los hijos de la luz, sus ardides y sus violencias tendrían, sin duda, menos éxito si un gran número, entre aquellos que se llaman católicos, no les tendiesen una mano amiga. Sí, infelizmente, hay quienes parecen querer caminar de acuerdo con nuestros enemigos, y se esfuerzan por establecer una alianza entre la luz y las tinieblas, un acuerdo entre la justicia y la iniquidad por medio de esas doctrinas que se llaman católico-liberales, las cuales, apoyándose sobre los más perniciosos principios, adulan al poder civil cuando éste invade las cosas espirituales, e impulsan a las almas al respeto, o al menos a la tolerancia, de las leyes más inicuas. Como si absolutamente no estuviese escrito que nadie puede servir a dos señores. Ellos son ciertamente mucho más peligrosos y más funestos que los enemigos declarados, no sólo porque los secundan en sus esfuerzos, tal vez sin percibirlo, como también porque, manteniéndose en el extremo límite de las opiniones condenadas, toman una apariencia de integridad y de doctrina irreprochable, incitando a los imprudentes amigos de conciliaciones y engañando a las personas honestas, que se rebelarían contra un error declarado. Por eso, ellos dividen los espíritus, rasgan la unidad y debilitan las fuerzas que sería necesario reunir contra el enemigo” [8].

6. LOS AGENTES DE LA REVOLUCIÓN:
LA MASONERÍA Y LAS DEMÁS FUERZAS SECRETAS

Una vez que estamos estudiando las fuerzas propulsoras de la Revolución, conviene que digamos una palabra sobre sus agentes.

No creemos que el mero dinamismo de las pasiones y de los errores de los hombres pueda conjugar medios tan diversos para la consecución de un único fin, es decir, la victoria de la Revolución.

Producir un proceso tan coherente, tan continuo, como el de la Revolución, a través de las mil vicisitudes de siglos enteros, llenos de imprevistos de todo orden, nos parece imposible sin la acción de generaciones sucesivas de conspiradores de una inteligencia y un poder extraordinarios. Pensar que sin esto la Revolución habría llegado al estado en que se encuentra, es lo mismo que admitir que centenas de letras lanzadas por una ventana pudieran disponerse espontáneamente en el suelo, de manera que formasen una obra cualquiera, por ejemplo la “Oda a Satanás” de Carducci.

Las fuerzas propulsoras de la Revolución han sido manipuladas hasta aquí por agentes sagacísimos, que se han servido de ellas como medios para realizar el proceso revolucionario.

De modo general, pueden calificarse de agentes de la Revolución todas las sectas, de cualquier naturaleza, engendradas por ella, desde su nacimiento hasta nuestros días, para la difusión del pensamiento o la articulación de las tramas revolucionarias. Sin embargo, la secta maestra, alrededor de la cual todas se articulan como simples fuerzas auxiliares —a veces conscientemente, y otras veces no— es la Masonería, según claramente se desprende de los documentos pontificios, y especialmente de la Encíclica Humanum Genus de León XIII, del 20 de abril de 1884 [9].

El éxito que hasta aquí han alcanzado esos conspiradores, y particularmente la Masonería, se debe no sólo al hecho de que poseen una indiscutible capacidad para articularse y conspirar, sino también a su lúcido conocimiento de lo que es la esencia profunda de la Revolución, y de cómo utilizar las leyes naturales —hablamos de las de la política, de la sociología, de la psicología, del arte, de la economía, etc.— para hacer progresar la realización de sus planes.

En este sentido los agentes del caos y de la subversión hacen como el científico, que en vez de actuar por sí solo, estudia y pone en acción las fuerzas, mil veces más poderosas, de la naturaleza.
Es lo que, además de explicar en gran parte el éxito de la Revolución, constituye una importante indicación para los soldados de la Contra-Revolución.

[1] Cfr. LEÓN XIII, Encíclica Quod Apostolici Muneris, 28-XII-1878, Bonne Presse, París, vol. I, p. 28.

[2] Cfr. Parte I, cap. IV.

[3] La palabra portuguesa requintar significa llevar algo a su más alto grado, a su extremo, a su exceso. No encontrando un equivalente suficientemente preciso en el castellano contemporáneo, preferimos conservar la expresión original.

[4] Cfr. Nº 1, § C, supra.

[5] Cfr. Parte II, cap. VIII, 2.

[6] Cfr. Parte I, cap. IX.

[7] Nota del editor: En 1960, cuando fue publicada la primera edición de este ensayo, sólo existía una Monarquía católica, el reino de Bélgica. En 1975 fue también instaurada la Monarquía en España.

[8] Carta al Presidente y miembros del Círculo San Ambrosio de Milán, 6-III-1873, apud I Papi e la Gioventù, Editora A.V.E., Roma, 1944, p. 36.

[9] Bonne Presse, París, vol. I, pp. 242 a 276.