sábado, 17 de mayo de 2008

Parte I - Capítulo VII

La esencia de la Revolución


Descrita así rápidamente la crisis del Occidente cristiano, es oportuno analizarla.

1. LA REVOLUCIÓN POR EXCELENCIA

Ese proceso crítico de que nos venimos ocupando es, ya lo dijimos, una revolución.

A. Sentido de la palabra “Revolución”
Damos a este vocablo el sentido de un movimiento que persigue destruir un poder o un orden legítimo e instalar en su lugar un estado de cosas (intencionalmente no queremos decir orden de cosas) o un poder ilegítimo.

B. Revolución cruenta e incruenta
En ese sentido, en rigor, una revolución puede ser incruenta. Esta de que nos ocupamos se desarrolló y continúa desarrollándose por toda suerte de medios, algunos de los cuales cruentos, y otros no. Las dos guerras mundiales de este siglo, por ejemplo, consideradas en sus consecuencias más profundas, son capítulos de ella, y de los más sangrientos. Mientras que la legislación cada vez más socialista de todos o casi todos los pueblos de hoy constituye un progreso importantísimo e incruento de la Revolución.

C. La amplitud de esta Revolución
La Revolución ha derribado muchas autoridades legítimas, sustituyéndolas por otras sin ningún título de legitimidad. Pero sería errado pensar que ella consiste sólo en esto. Su objetivo principal no es sólo la destrucción de éstos o de aquellos derechos de personas o familias. Más que esto, ella quiere destruir todo un orden de cosas legítimo, y sustituirlo por una situación ilegítima. Y “orden de cosas” aún no lo dice todo. Lo que la Revolución pretende abolir es una visón del universo y un modo de ser del hombre, con la intención de sustituirlos por otros radicalmente contrarios.

D. Revolución por excelencia
En ese sentido se comprende que esa Revolución no es sólo una revolución, sino que es la Revolución.

E. La destrucción del orden por excelencia
En efecto, el orden de cosas que viene siendo destruido es la Cristiandad medieval. Ahora bien, esa Cristiandad no fue un orden cualquiera, posible como serían posibles muchos otros órdenes. Fue la realización, en las circunstancias inherentes a los tiempos y lugares, del único orden verdadero entre los hombres, o sea la civilización cristiana.

En la Encíclica Immortale Dei, León XIII describió en estos términos la Cristiandad medieval: “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En esa época la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraban las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil. Entonces la religión instituida por Jesucristo, sólidamente establecida en el grado de dignidad que le es debido, era floreciente en todas partes gracias al favor de los príncipes y a la protección legítima de los magistrados. Entonces el Sacerdocio y el Imperio estaban ligados entre sí por una feliz concordia y por la permuta amistosa de buenos oficios. Organizada así, la sociedad civil dio frutos superiores a toda expectativa, cuya memoria subsiste y subsistirá, consignada como está en innumerables documentos que ningún artificio de los adversarios podrá corromper u obscurecer” [1].

Así, lo que ha sido destruido desde el siglo XV hasta aquí, aquello cuya destrucción ya está casi enteramente consumada en nuestros días, es la disposición de los hombres y de las cosas según la doctrina de la Iglesia, Maestra de la Revelación y de la Ley Natural. Esta disposición es el orden por excelencia. Lo que se quiere implantar es, per diametrum, lo contrario a esto. Por tanto, la Revolución por excelencia.

Sin duda, la presente Revolución tuvo precursores, y también prefiguras. Arrio, Mahoma, fueron prefiguras de Lutero, por ejemplo. Hubo también utopistas en diferentes épocas, que concibieron, en sueños, días muy parecidos a los de la Revolución. Hubo por fin, en diversas ocasiones, pueblos o grupos humanos que intentaron realizar un estado de cosas análogo a las quimeras de la Revolución.

Pero todos estos sueños, todas estas prefiguras poco o nada son en comparación con la Revolución en cuyo proceso vivimos. Ésta, por su radicalidad, por su universalidad, por su pujanza, fue tan hondo y está llegando tan lejos que constituye algo sin par en la Historia, y hace que muchos espíritus ponderados se pregunten si realmente no llegamos a los tiempos del Anticristo. De hecho, parece que no estamos distantes, a juzgar por las palabras del Santo Padre Juan XXIII, gloriosamente reinante: “Nos os decimos, además, que en esta hora terrible en que el espíritu del mal busca todos los medios para destruir el Reino de Dios, debéis poner en acción todas las energías para defenderlo, si queréis evitar a vuestra ciudad ruinas inmensamente mayores que las acumuladas por el terremoto de cincuenta años atrás. ¡Cuánto más difícil sería entonces el resurgimiento de las almas, una vez que hubiesen sido separadas de la Iglesia o sometidas como esclavas a las falsas ideologías de nuestro tiempo!” [2].

2. REVOLUCIÓN Y LEGITIMIDAD

A. La legitimidad por excelencia
En general, la noción de legitimidad ha sido enfocada apenas con relación a dinastías y gobiernos. Atendidas las enseñanzas de León XIII en la Encíclica Au Milieu des Sollicitudes, del 16 de febrero de 1892
[3], no se puede empero hacer tabla rasa de la cuestión de la legitimidad dinástica o gubernamental, pues es cuestión moral gravísima que las conciencias rectas deben considerar con toda atención.

No obstante, no es sólo a este género de problemas que se aplica el concepto de legitimidad.

Hay una legitimidad más alta, aquella que es la característica de todo orden de cosas en que se haga efectiva la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo, modelo y fuente de la legitimidad de todas las realezas y poderes terrenos. Luchar por la autoridad legítima es un deber, y hasta un deber grave. Pero es preciso ver en la legitimidad de los detentores de la autoridad no sólo un bien excelente en sí, sino un medio para alcanzar un bien mucho mayor, o sea la legitimidad de todo el orden social, de todas las instituciones y ambientes humanos, lo que se da con la disposición de todas las cosas según la doctrina de la Iglesia.

B. Cultura y civilización católicas
El ideal de la Contra-Revolución es, pues, restaurar y promover la cultura y la civilización católicas. Esta temática no estaría suficientemente enunciada, si no contuviese una definición de lo que entendemos por “cultura católica” y “civilización católica”. Sabemos que los términos “civilización” y “cultura” son usados en muchos sentidos diversos. Claro está que aquí no pretendemos tomar posición en una cuestión de terminología. Y que nos limitamos a usar esos vocablos como rótulos de precisión relativa para mencionar ciertas realidades, más preocupados en dar la verdadera idea de esas realidades, que en discutir sobre los términos.

Un alma en estado de gracia está en posesión, en grado mayor o menor, de todas las virtudes. Iluminada por la fe, dispone de los elementos para formar la única visión verdadera del universo.
El elemento fundamental de la cultura católica es la visión del universo elaborada según la doctrina de la Iglesia. Esa cultura comprende no sólo la instrucción, es decir, la posesión de los datos informativos necesarios para tal elaboración, sino también un análisis y una coordinación de esos datos conforme a la doctrina católica. Ella no se ciñe al campo teológico, o filosófico, o científico, sino que abarca todo el saber humano, se refleja en el arte e implica la afirmación de valores que impregnan todos los aspectos de la existencia.

Civilización católica es la estructuración de todas las relaciones humanas, de todas las instituciones humanas y del propio Estado, según la doctrina de la Iglesia.

C. Carácter sacral de la civilización católica
Está implícito que tal orden de cosas es fundamentalmente sacral, y que comporta el reconocimiento de todos los poderes de la Santa Iglesia y particularmente del Sumo Pontífice: poder directo sobre las cosas espirituales, poder indirecto sobre las cosas temporales, en cuanto conciernen a la salvación de las almas.

Realmente, el fin de la sociedad y del Estado es la vida virtuosa en común. Ahora bien, las virtudes que el hombre está llamado a practicar son las virtudes cristianas, y de éstas la primera es el amor a Dios. La sociedad y el Estado tienen, pues, un fin sacral [4].

Por cierto, es a la Iglesia a quien pertenecen los medios propios para promover la salvación de las almas. Pero la sociedad y el Estado tienen medios instrumentales para el mismo fin, es decir medios que, movidos por un agente más alto, producen un efecto superior a sí mismos.

D. Cultura y civilización por excelencia
De todos estos datos es fácil inferir que la cultura y la civilización católicas son la cultura por excelencia y la civilización por excelencia. Es preciso añadir que ellas no pueden existir sino en pueblos católicos. Realmente, si bien el hombre puede conocer los principios de la Ley Natural por su propia razón, un pueblo no puede, sin el Magisterio de la Iglesia, mantenerse durablemente en el conocimiento de todos ellos
[5]. Y, por este motivo, un pueblo que no profese la verdadera Religión no puede practicar durablemente todos los Mandamientos [6]. En estas condiciones, y como sin el conocimiento y la observancia de la Ley de Dios no puede haber orden cristiano, la civilización y la cultura por excelencia sólo son posibles en el gremio de la Santa Iglesia. En efecto, de acuerdo con lo que dijo San Pío X, la civilización “es tanto más verdadera, más durable, más fecunda en frutos preciosos cuanto más puramente cristiana; tanto más decadente, para gran desgracia de la sociedad, cuanto más se sustrae al ideal cristiano. Por eso, por la fuerza intrínseca de las cosas, la Iglesia se convierte también de hecho en la guardiana y protectora de la civilización cristiana” [7].

E. La ilegitimidad por excelencia
Si en esto consisten el orden y la legitimidad, fácilmente se ve en qué consiste la Revolución. Pues es lo contrario de ese orden. Es el desorden y la ilegitimidad por excelencia.

3. LA REVOLUCIÓN, EL ORGULLO Y LA SENSUALIDAD
—LOS VALORES METAFÍSICOS DE LA REVOLUCIÓN

Dos nociones concebidas como valores metafísicos expresan bien el espíritu de la Revolución: igualdad absoluta, libertad completa. Y dos son las pasiones que más la sirven: el orgullo y la sensualidad.

Al referirnos a las pasiones, conviene aclarar el sentido en que tomamos el vocablo en este trabajo. Para mayor brevedad, conformándonos con el uso de varios autores espirituales, siempre que hablamos de las pasiones como fautoras de la Revolución, nos referimos a las pasiones desordenadas. Y, de acuerdo con el lenguaje corriente, incluimos en las pasiones desordenadas todos los impulsos al pecado existentes en el hombre como consecuencia de la triple concupiscencia: la de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida [8].

A. Orgullo e igualitarismo
La persona orgullosa, sujeta a la autoridad de otra, odia en primer lugar el yugo que en concreto pesa sobre ella.

En un segundo grado, el orgulloso odia genéricamente todas las autoridades y todos los yugos, y más aún el propio principio de autoridad, considerado en abstracto.

Y porque odia toda autoridad, odia también toda superioridad, de cualquier orden que sea.

En todo esto hay un verdadero odio a Dios [9].

Este odio a cualquier desigualdad ha ido tan lejos que, movidas por él, personas colocadas en una alta situación la han puesto en grave riesgo y hasta perdido, tan sólo por no aceptar la superioridad de quien está más alto.

Más aún. En un auge de virulencia el orgullo podría llevar a alguien a la lucha por la anarquía y a rehusar el poder supremo que le fuese ofrecido. Esto porque la simple existencia de ese poder trae implícita la afirmación del principio de autoridad, a que todo hombre en cuanto tal —y el orgulloso también— puede ser sujeto.

El orgullo puede conducir, así, al igualitarismo más radical y completo.

Son varios los aspectos de ese igualitarismo radical y metafísico:

* a. Igualdad entre hombres y Dios: de ahí el panteísmo, el inmanentismo y todas las formas esotéricas de religión, que pretenden establecer un trato de igual a igual entre Dios y los hombres, y que tienen por objetivo saturar a estos últimos de propiedades divinas. El ateo es un igualitario que, queriendo evitar el absurdo que hay en afirmar que el hombre es Dios, cae en otro absurdo, afirmando que Dios no existe. El laicismo es una forma de ateísmo, y por tanto de igualitarismo. Afirma la imposibilidad de tener certeza de la existencia de Dios. De donde, en la esfera temporal, el hombre debe actuar como si Dios no existiese. O sea, como persona que destronó a Dios.

* b. Igualdad en la esfera eclesiástica: supresión del sacerdocio dotado de los poderes del orden, magisterio y gobierno, o por lo menos de un sacerdocio con grados jerárquicos.

* c. Igualdad entre las diversas religiones: todas las discriminaciones religiosas son antipáticas porque ofenden la fundamental igualdad entre los hombres. Por esto, las diversas religiones deben tener un tratamiento rigurosamente igual. El que una religión se pretenda verdadera con exclusión de las otras es afirmar una superioridad, es contrario a la mansedumbre evangélica e impolítico, pues le cierra el acceso a los corazones.

* d. Igualdad en la esfera política: supresión, o por lo menos atenuación, de la desigualdad entre gobernantes y gobernados. El poder no viene de Dios, sino de la masa, que manda y a la cual el gobierno debe obedecer. Proscripción de la monarquía y de la aristocracia como regímenes intrínsecamente malos por ser anti-igualitarios. Sólo la democracia es legítima, justa y evangélica [10].

* e. Igualdad en la estructura de la sociedad: supresión de las clases, especialmente de las que se perpetúan por la vía hereditaria. Abolición de toda influencia aristocrática en la dirección de la sociedad y en el tonus general de la cultura y de las costumbres. La jerarquía natural constituida por la superioridad del trabajo intelectual sobre el trabajo manual desaparecerá por la superación de la distinción entre uno y otro.

* f. Abolición de los cuerpos intermedios entre los individuos y el Estado, así como de los privilegios que son elementos inherentes a cada cuerpo social. Por más que la Revolución odie el absolutismo regio, odia más aún los cuerpos intermedios y la monarquía orgánica medieval. Es que el absolutismo monárquico tiende a poner a los súbditos, aun a los de más categoría, en un nivel de recíproca igualdad, en una situación disminuida que ya prenuncia la aniquilación del individuo y el anonimato, los cuales llegan al auge en las grandes concentraciones urbanas de la sociedad socialista. Entre los grupos intermedios que serán abolidos, ocupa el primer lugar la familia. Mientras no consigue extinguirla, la Revolución procura reducirla, mutilarla y vilipendiarla de todos los modos.

* g. Igualdad económica: nada pertenece a nadie, todo pertenece a la colectividad. Supresión de la propiedad privada, del derecho de cada cual al fruto integral de su propio trabajo y a la elección de su profesión.

* h. Igualdad en los aspectos exteriores de la existencia: la variedad redunda fácilmente en la desigualdad de nivel. Por eso, disminución en cuanto sea posible de la variedad en los trajes, en las residencias, en los muebles, en los hábitos, etc.

* i. Igualdad de almas: la propaganda modela todas las almas según un mismo padrón, quitándoles las peculiaridades y casi la vida propia. Hasta las diferencias de psicología y de actitud entre los sexos tienden a menguar lo más posible. Por todo esto, desaparece el pueblo, que es esencialmente una gran familia de almas diversas pero armónicas, reunidas alrededor de lo que les es común. Y surge la masa, con su gran alma vacía, colectiva, esclava [11].

* j. Igualdad en todo el trato social: como entre mayores y menores, patrones y empleados, profesores y alumnos, esposo y esposa, padres e hijos, etc.

* k. Igualdad en el orden internacional: el Estado es constituido por un pueblo independiente que ejerce pleno dominio sobre un territorio. La soberanía es, así, en el Derecho Público, la imagen de la propiedad. Admitida la idea de pueblo, con características que lo diferencian de los otros, y la de soberanía, estamos forzosamente en presencia de desigualdades: de capacidad, de virtud, de número, etc. Admitida la idea de territorio, tenemos la desigualdad cuantitativa y cualitativa de los diversos espacios territoriales. Se comprende, pues, que la Revolución, fundamentalmente igualitaria, sueñe con fundir todas las razas, todos los pueblos y todos los Estados en una sola raza, un solo pueblo y un solo Estado [12].

* l. Igualdad entre las diversas partes del país: por las mismas razones y por un mecanismo análogo, la Revolución tiende a abolir en el interior de las patrias hoy existentes todo sano regionalismo político, cultural, etc.

* m. Igualitarismo y odio a Dios: Santo Tomás enseña [13] que la diversidad de las criaturas y su escalonamiento jerárquico son un bien en sí, pues así resplandecen mejor en la creación las perfecciones del Creador. Y dice que tanto entre los Ángeles como entre los hombres, en el Paraíso Terrenal como en esta tierra de exilio [14], la Providencia instituyó la desigualdad. Por eso, un universo de criaturas iguales sería un mundo en que se habría eliminado, en toda la medida de los posible, la semejanza entre criaturas y Creador. Odiar, en principio, toda y cualquier desigualdad es, pues, colocarse metafísicamente contra los mejores elementos de semejanza entre el Creador y la creación, es odiar a Dios.

* n. Los límites de la desigualdad: claro está que de toda esta explanación doctrinaria no se puede concluir que la desigualdad es siempre y necesariamente un bien.

Todos los hombres son iguales por naturaleza, y diferentes sólo en sus accidentes. Los derechos que les vienen del simple hecho de ser hombres son iguales para todos: derecho a la vida, a la honra, a condiciones de existencia suficientes, al trabajo y pues, a la propiedad, a la constitución de una familia, y sobre todo al conocimiento y práctica de la verdadera Religión. Y las desigualdades que atenten contra esos derechos son contrarias al orden de la Providencia. Sin embargo, dentro de estos límites, las desigualdades provenientes de accidentes como la virtud, el talento, la belleza, la fuerza, la familia, la tradición, etc., son justas y conformes al orden del universo [15].

B. Sensualidad y liberalismo
A la par del orgullo generador de todo igualitarismo, la sensualidad, en el más amplio sentido del término, es la causante del liberalismo.

Es en estas tristes profundidades donde se encuentra la conjunción entre esos dos principios metafísicos de la Revolución, la igualdad y la libertad, contradictorios bajo tantos puntos de vista.

* a. La jerarquía en el alma: Dios, que imprimió un cuño jerárquico en toda la creación, visible e invisible, lo hizo también en el alma humana. La inteligencia debe guiar la voluntad, y ésta debe gobernar la sensibilidad. Como consecuencia del pecado original, existe en el hombre una constante fricción entre los apetitos sensibles y la voluntad guiada por la razón: “Veo en mis miembros otra ley, que combate contra la ley de mi razón” [16]. Pero la voluntad, reina reducida a gobernar súbditos puestos en continuas tentativas de rebelión, tiene medios para vencer siempre... mientras no resista a la gracia de Dios [17].

* b. El igualitarismo en el alma: el proceso revolucionario, que tiene como objetivo la nivelación general —pero que tantas veces no ha sido sino la usurpación de la función rectora por parte de quien debería obedecer— una vez traspuesto a las relaciones entre las potencias del alma, habría de producir la lamentable tiranía de todas las pasiones desenfrenadas, sobre una voluntad débil y quebrada y una inteligencia obnubilada. Especialmente el dominio de una sensualidad abrasada sobre todos los sentimientos de recato y de pudor.

Cuando la Revolución proclama la libertad absoluta como un principio metafísico, lo hace únicamente para justificar el libre curso de las peores pasiones y de los errores más funestos.

* c. Igualitarismo y liberalismo: la inversión de que hablamos, es decir, el derecho a pensar, sentir y hacer todo cuanto las pasiones desenfrenadas exigen, es la esencia del liberalismo. Esto se muestra bien en las formas más exacerbadas de la doctrina liberal. Analizándolas, se percibe que al liberalismo poco le importa la libertad para el bien. Sólo le interesa la libertad para el mal. Cuando está en el poder, fácilmente, y hasta alegremente, le cohíbe al bien la libertad, en toda la medida de lo posible. Pero protege, favorece, prestigia, de muchas maneras, la libertad para el mal. En lo cual se muestra opuesto a la civilización católica, que da al bien todo el apoyo y toda la libertad, y cercena al mal tanto cuanto sea posible.

Ahora bien, esa libertad para el mal es precisamente la libertad para el hombre en cuanto interiormente “revolucionario”, es decir, en cuanto consiente en la tiranía de las pasiones sobre su inteligencia y su voluntad.

Y así, el liberalismo es fruto del mismo árbol que el igualitarismo.

Por lo demás, el orgullo, en cuanto genera el odio a cualquier autoridad [18], induce a una actitud nítidamente liberal. Y a este título debe ser considerado un factor activo del liberalismo. Sin embargo, cuando la Revolución se dio cuenta de que, si se dejara libres a los hombres, desiguales por sus aptitudes y su aplicación, la libertad engendraría la desigualdad, deliberó, por odio a ésta, sacrificar aquélla. De ahí nació su fase socialista. Esta fase no constituye sino una etapa. La Revolución espera, en su término final, realizar un estado de cosas en que la completa libertad coexista con la plena igualdad.

Así, históricamente, el movimiento socialista es un mero requinte del movimiento liberal. Lo que lleva a un liberal auténtico a aceptar el socialismo es precisamente que, en éste, se prohíben tiránicamente mil cosas buenas, o por lo menos inocentes, pero se favorece la satisfacción metódica, y a veces con aspectos de austeridad, de las peores y más violentas pasiones, como la envidia, la pereza, la lujuria. Y por otro lado, el liberal entrevé que la ampliación de la autoridad en el régimen socialista no pasa, dentro de la lógica del sistema, de ser un medio para llegar a la tan ansiada anarquía final.

Los entrechoques de ciertos liberales ingenuos o retardados con los socialistas, son, pues, meros episodios superficiales en el proceso revolucionario, inocuos quid pro quo que no perturban la lógica profunda de la Revolución, ni su marcha inexorable en un sentido que, bien vistas las cosas, es al mismo tiempo socialista y liberal.

* d. La generación del “rock and roll”: el proceso revolucionario en las almas, así descrito, produjo en las generaciones más recientes, y especialmente en los adolescentes actuales que se hipnotizan con el rock and roll, una forma de espíritu que se caracteriza por la espontaneidad de las reacciones primarias, sin el control de la inteligencia ni la participación efectiva de la voluntad; por el predominio de la fantasía y de las impresiones sobre el análisis metódico de la realidad; fruto, todo, en gran medida, de una pedagogía que reduce a casi nada el papel de la lógica y de la verdadera formación de la voluntad.

* e. Igualitarismo, liberalismo y anarquismo: conforme a los ítems anteriores (“a” a “d”), si la efervescencia de las pasiones desordenadas despierta por un lado el odio a cualquier freno y a cualquier ley, por otro lado provoca el odio contra cualquier desigualdad. Tal efervescencia conduce así a la concepción utópica del “anarquismo” marxista, según la cual una humanidad evolucionada, que viviera en una sociedad sin clases ni gobierno, podría gozar del orden perfecto y de la más entera libertad, sin que de ésta se originase desigualdad alguna. Como se ve, es el ideal simultáneamente más liberal y más igualitario que se pueda imaginar.

En efecto, la utopía anárquica del marxismo consiste en un estado de cosas en el cual la personalidad humana habría alcanzado un alto grado de progreso, de tal manera que le sería posible desarrollarse libremente en una sociedad sin Estado ni gobierno.

En esa sociedad —que, a pesar de no tener gobierno, viviría en pleno orden— la producción económica estaría organizada y muy desarrollada, y la distinción entre trabajo intelectual y manual estaría superada. Un proceso selectivo aún no determinado llevaría a la dirección de la economía a los más capaces, sin que de ahí se derivase la formación de clases.

Estos serían los únicos e insignificantes residuos de desigualdad. Pero, como esa sociedad comunista anárquica no es el término final de la Historia, parece legítimo suponer que tales residuos serían abolidos en una ulterior evolución.

[1] Encíclica Inmortale Dei, 1-XI-1885, Bonne Presse, París, vol. II, p. 39.

[2] Radiomensaje del 28-XII-1958, a la población de Messina, en el 50 aniversario del terremoto que destruyó esa ciudad, in “L’Osservatore Romano”, edición semanal en lengua francesa, 23-I-1959.

[3] Bonne Presse, París, vol. III, pp. 112-122.

[4] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, De regimine Principum, I, 14-15.

[5] Cfr. Concilio Vaticano I, ses. III, cap. 2 , D. 1786.

[6] Cfr. Concilio de Trento, ses. VI, cap. 2, D. 812.

[7] Encíclica Il Fermo Proposito, 11-VI-1905, Bonne Presse, París, vol. II, p. 92.

[8] Cfr. I Jn. 2, 16.

[9] Cfr. § “m”, infra.

[10] Cfr. SAN PÍO X, Carta Apostólica Notre Charge Apostolique, 25-VIII-1910, A.A.S. vol. II. pp. 615-619.

[11] Cfr. PÍO XII, Radiomensaje de Navidad de 1944, Discorsi e Radiomessaggi, vol. VI, p. 239.

[12] Cfr. Parte I, cap. XI, § 3.

[13] Cfr. Suma Contra Gentiles, II, 45; Suma Teológica, I, q. 47, a. 2.

[14] Cfr. Suma Teológica, I, q. 50, a.4; id. I, q. 96, a. 3-4.

[15] Cfr. PÍO XII, Radiomensaje de Navidad de 1944, Discorsi e Radiomessaggi, vol. VI, p. 239.

[16] Rom. 7, 23.

[17] Cfr. Rom. 7, 25.

[18] Cfr. ítem A, supra.

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